Guido Lombardi,Opina.21
glombardi@peru21.com
Aunque Convergencia y Unión, el tradicional partido de orden y visión de Estado, haya ganado las elecciones, ha quedado muy lejos de la mayoría absoluta que pretendía su líder y, paradójicamente, ha fortalecido a Esquerra Republicana (ERC), los originales propulsores del separatismo y la secesión.
La derrota de Mas no significa entonces la derrota del separatismo catalán. Quedará por verse en los próximos días –que pueden ser prolongados– con quién busca alianzas para formar gobierno el debilitado presidente de la Generalitat.
En lo inmediato, Pere Navarro, del Partido Socialista –su aliado, digamos, natural–, ha señalado que las posiciones de Mas han generado demasiadas tensiones y han roto los puentes que hacían posible el diálogo. Con actitud permeable (y con más basas que ganar), Oriol Junqueras habla de “un gran acuerdo entre el Gobierno y el líder de la oposición”, pero, en adición a sus incompatibilidades y sospechas mutuas, establece condiciones difíciles de aceptar: “Reclamamos una agenda nacional clara y concisa, sin más recortes y señalando la fecha y las condiciones del referéndum”. En otras palabras, que sean los radicales del ERC los que tengan en sus manos la capacidad de decidir en Cataluña. El proceso merece ser mirado con atención porque demuestra, en palabras de A. Beevor, “que nada destruye con mayor rapidez el espacio político de centro que la estrategia del miedo y la retórica de la amenaza”.
Como antaño (el 6 de octubre de 1934 Lluís Companys, desde el balcón de la Generalitat, proclamó la creación del “Estado catalán dentro de la República Federal Española” de fugaz existencia), los nacionalistas reclaman las transferencias del gobierno central establecidas en el Estatuto de Autonomía.
Por ahora, Rajoy da la callada por respuesta.
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