Carlos Meléndez,Persiana Americana
La campaña electoral puede devenir en un intento fallido de comunicación política. Las estrategias para llegar al corazón y las mentes de los electores son, en muchos casos, conatos de representación. La publicidad –principal instrumento de movilización en tiempos sin partidarios– puede resultar pintoresca o simplemente desbocada.
Ejemplos pululan; basta con hacer referencia a un candidato a la Alcaldía de Chimbote que se apellida ‘Cacha’ y se debe al pueblo, u otro que postula a la Alcaldía de Cajamarca disfrazado de Superman, justificándose en un parecido físico penosamente rebuscado. ¿No son estos ejemplos tan circenses como la coreografía de los brazos cruzados que ensayaron estrellas de la televisión para salvar de la revocatoria a la alcaldesa de Lima? ¿Acaso dicha ‘genialidad’ no se inspiró en el “manifiesto del cambio social” de Al fondo hay sitio?
La práctica política tiene un componente inevitable de ridículo (la disponibilidad de recursos vuelve a este ejercicio más o menos sofisticado). Pero, en todo caso, este aumenta proporcionalmente a la incapacidad de comunicar propuestas políticas claras de varios políticos. A menos promesa institucional convincente, más circo.
Así se apuesta por la empatía como recurso político más primario. No se apela a la identificación en torno a posiciones o políticas públicas, tampoco a la representación de valores (liberales o conservadores). Las emociones –imprescindibles en la comunicación electoral– pierden significado: no se asocian a alternativas de ‘cambio’ o ‘defensa’, sino que simplemente se limitan a un chiste malo, al doble sentido chato o a la bufonería. Desconfíe de la risa fácil de esta campaña y tómela como una buena seña para seleccionar a su mal menor de la temporada.
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