22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

Tres años trabajé en la prensa escrita. Tres años fui reportero del ‘Panorama’ que conducía Guido Lombardi y tres años, reportero de ‘La Revista Dominical’ de Nicolás Lúcar. Tres años tuve programa nocturno. Tres años sobreviví en Estados Unidos. Tres años hice ‘Enemigos íntimos’ con ‘El Chino’ Miyashiro. Y ahora he cumplido tres años haciendo las entrevistas matutinas. Un promedio de seis entrevistas políticas cada mañana, todas las mañanas. Aproximadamente treinta por semana, ciento veinte por mes, mil cuatrocientos cuarenta por año.

Beto Ortiz,Pandemonio
bortiz@peru21.com

Pónganse en mis zapatos: he entrevistado 21 veces al congresista Alejandro Aguinaga. 19 veces a Carlos Tapia. 18 veces a Techito Bruce y a Lucha Cuculiza. 16 veces a Mauricio Mulder y 15 veces a Javier Diez Canseco. ¿Me he cansado? No. ¿Me he aburrido? Tampoco. ¿Me he hartado? Todo lo contrario. Estoy más que orgulloso de haber completado tamaña maratón. Así como algunos salen a trotar alrededor del pentagonito, otros corren olas o saltan soga por horas todas las mañanas, yo, con los políticos, según cómo se me planten, me he dado el pequeño lujo de practicar los deportes más diversos: ping-pong o bádminton, capoeira o esgrima, tae-kwon-do o catchascán. Simplemente, me he entrenado, duro y parejo. Digamos que han sido tres años aprendiendo a entrevistar. Debutar en un noticiero fue aterrador, fue como hacer mis primeros saltos en paracaídas. Adrenalina. Murciélagos en el estómago. Pánico escénico. Después, poco a poco, fui sintiéndome más y más cómodo. Peligro. Ese es el peligro del que hay que vivir huyendo como del ántrax: tu zona de confort. La blandura de la alfombra, la piscina temperada, tu comidita caliente, balanceada y puntual, el acolchamiento general, la seguridad que te da vivir haciendo lo mismo y lo mismo, al infinito y más allá. ¿Cómo sabes cuándo estás comenzando a repetirte? Llega un momento en que empiezas a hacer las cosas casi sin sentirlas, robóticamente, casi sin pensar, porque ya les agarraste el truco. ¿Cómo sabes cuándo estás comenzando a perderle el entusiasmo a eso que haces? Llega un momento en que la vida se te vuelve fácil y empiezas a hacer las cosas dormido. Literalmente, dormido.

No sé a ustedes, pero a mí se me enciende una luz de alarma cuando los días comienzan a perder su desafío, cuando comienzan a parecerme fotocopias de los días anteriores. Una alarma de terreno como esas que tienen los aviones cuando comienzan a volar peligrosamente cerca del suelo. Una circulina roja con sirena de emergencia y una horrenda palabra que se prende y se apaga: Rutina. Rutina. Rutina. Aspiramos a que todo sea para siempre. Padecemos de una extraña obsesión por durar. Nos angustia la idea de que las cosas en la vida no sean eternas. Pero, ¿qué es lo que celebramos cuando cumplimos otro año más en el mismo empleo o en la misma relación? ¿Celebramos la tenacidad o la costumbre?, ¿la constancia o la resignación?, ¿la disciplina o la monotonía? No sé a ustedes pero, a mí, la ilusión me dura tres años.

No entiendo mucho a la gente que celebra “bodas” con sus empleos, que se casa –en secreto– con sus escritorios y colecciona esos platitos de plata que las empresas te regalan cuando acumulas más y más años sentado en la misma primorosa oficina de toda la vida. No estoy diciendo que me parezca mal, ojo, estoy diciendo que no es para mí y que, precisamente por eso, no lo entiendo. Mi distinguido colega Federico Salazar, sin ir muy lejos, lleva ya –si no me equivoco– un par de décadas ininterrumpidas conduciendo puntualmente su legendario mañanero. Mis respetos. Premio de Resistencia para él. Yo, en su lugar, ya estaría en el Larco Herrera hace buen rato. No me imagino durando veinte años en ninguna chamba ni en ninguna parte. Tampoco al lado de alguien, pero mejor no vayamos de nuevo por allí, que después terminamos en cualquier parte. Tengo la teoría –y sospecho que no estoy siendo demasiado original– de que la pasión no dura tanto. Tengo la teoría de que –hagas lo que hagas– si lo vas a hacer sin pasión, es mejor que no lo hagas.

De los proyectos en que me he embarcado y me embarco –o si les gusta más: de los sueños–, yo demando un mínimo requisito indispensable: el misterio, o lo que es lo mismo: la incertidumbre, el riesgo, el reto, la aventura de no saber adónde diablos me irán a llevar, la ilusión de que quizás sea a un destino fantástico (que, por supuesto, dejará de serlo a poco de haber llegado). Prefiero tomar una pista que no sé hacia dónde me conduce e irlo descubriendo en el camino. No tengo mochila de emergencia. No tengo guardaespaldas. No he redactado mi testamento. No estoy afiliado a ninguna AFP. No leo las guías de turismo antes del viaje porque quiero descubrir por mí mismo los países a los que viajo como si fuera el primer hombre que ha llegado. No soy de los que comienza a leer un libro por el final. Tampoco a escribirlo sabiendo, de antemano, cómo va a terminar. Las vidas, qué duda cabe, son películas y nadie quiere, para sí, una sosa y previsible. En este punto, no diré que anhelo sino que exijo –para mi película– un guionista astuto y diestro que haga que mi historia avance, que sepa sorprenderme siempre con personajes complejos, conflictos nuevos, clímax suficientes, giros inesperados y, si no es mucho pedir, más comedia que drama (aunque sea involuntaria). Tengo la teoría de que la vida deja de ser vida el día en que deja de sorprenderte y se te vuelve una película repetida.

Hay un poema del genial Juan Gonzalo Rose que siempre he repetido como un mantra desde la primera vez que lo leí. Se llama Recompensa:

El Estado no me ofrece ni seguridad ni aventura. Estoy contra el Estado. Tú tampoco me ofreces seguridad ni aventura. Pero si me acuesto con el Estado no amanezco con un jardín en la cabeza. He ahí la encrucijada de la existencia. Amanecer o no amanecer con un jardín, con una selva en la cabeza. That is the question. Levantarnos con ustedes se nos hizo costumbre, reza el último slogan de Abre los ojos. Pero acostumbrarse no es sinónimo de enamorarse. Acostumbrarse también puede ser el inicio de una esplendorosa mediocridad. Es oficial: Abre los ojos se acaba este viernes.

Extrañémonos un rato. Muchas gracias por haberse despertado conmigo en estos años. Ahora desacostumbrémonos, por un tiempo, muchanchos. Y como Abre los ojos, inevitablemente, tiene mi cachetona cara, parece que no tengo reemplazo posible. Sabrán ustedes perdonar la extravagante humildad. Tengan paciencia. Mi temible equipo periodístico está tramando locuras nuevas. Alguna de ellas verá la luz cuando ustedes menos lo esperen. Solo entonces volveré. Volveré porque en ti queda parte de mí, como cantaba la Pausini. Volveré, como Terminator. O como dijo otra rubia megalómana: Volveré y seré millones. ¿De lectores?, sería lindo. ¿De televidentes?, algún día. Gracias por verme, gracias por oírme, gracias por creerme.

* ‘El amor dura tres años’ Novela de Fréderic Beigbeder. Editorial Anagrama.


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