25.NOV Lunes, 2024
Lima
Última actualización 08:39 pm
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Opinión

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Nadie me espera al llegar a la ciudad fría. Antes me esperaban chofer y guardaespaldas. Ahora me he empequeñecido a mi dimensión más humana de escritor y subo al taxi blanco y el conductor es amable y me lleva al hotel. No regreso al hotel donde viví dos años, me voy a otro cercano, en el mismo barrio. Al llegar, me advierten de que en las noches la temperatura baja bastante, a tres o cuatro grados, y llueve o graniza, que me abrigue bien. Son amables, aunque en francés, lo que dificulta mi comprensión. Los camareros me dicen monsieur Baylys.

El domingo despierto a media tarde y salgo a caminar por el barrio y me emociono reconociendo los viejos árboles de antes, que no han caído, los edificios, las camionetas, los hombres de seguridad por todas partes, una sensación de que alguien me sigue, podría estar siguiéndome. Pero no, nadie me sigue, nadie pierde el tiempo siguiéndome, por eso he tenido que venir a presentar la novela y promocionarla y recordarles que estoy vivo; no me he rendido, no he tirado la toalla y sigo dando pelea, ahora solo como escritor, ya no como hombrecillo envalentonado de la televisión. Mis adversarios han ganado, una vez más he perdido, espero que eso no los convierta en enemigos personales que vienen a fastidiarme como en otros tiempos, cuando los pillos que al final ganaban mandaban a sus pequeños conspiradores a tirarte huevos y pintura. Todo va bien. Todo pasa. Has perdido una vez más, estás en minoría, no por eso vas a dejar de ir. Pero uno no se siente tan seguro como antes, cuando los que ahora son tus enemigos eran aliados.

Duermo poco y mal y despierto con el sobresalto del timbre del teléfono. Ya me esperan. Debo bajar a hablar del libro. Por suerte, todo ocurrirá en un salón con chimenea donde me siento a salvo, más seguro. Van llegando los periodistas y hablamos de la novela y la política y la vida, de Silvia y Zoe, de mis hijas mayores y mis escándalos sexuales y sentimentales, de mis supuestas enfermedades que desmiento y atribuyo a la ficción, a tal punto que la periodista me dice ¿o sea que no tienes un tumor?, y yo le digo que no lo sé, podría tenerlo, no quiero mirar, podría tenerlo o no tenerlo, pero digamos que cuando habla el enfermo es ficción, aunque bien podría ser yo, bien podría ser mi caso y no estoy enterado y he venido a morir en esta ciudad, que el amor siempre llega a destiempo, pero la muerte no, ella acaba emboscándote donde es tu destino humano.

Esa noche paso la peor noche de todas, digamos la noche horrible en que sentí que el frío me iba a matar porque se me congeló la cabeza, toda la cabeza, ya no digamos los pies o el pecho, y tenía que rodear mi cabeza helada de bufandas y chalinas y abrigos improbables, y no por eso, pareciendo una viuda de Bin Laden, conseguía dormir, seguía pareciendo un hombre con la cabeza cubierta por algún fanatismo provinciano. Que lo soy, lo soy, si no lo fuera, no estaría allí, muriéndome a las tres, cuatro de la mañana, con la temperatura afuera en cero grados y la cabeza avisándome de que algo malo está por pasar.

Pero no pasa. No pasa porque soy valiente y espero la muerte y no salgo a la clínica. Me digo que ese lugar, esa pequeña habitación en el piso tres, lejos de todos, desapegado de los conflictos sentimentales y familiares que me persiguen, no sería malo para morir, sería un buen lugar, solo molestaría levemente a mis anfitriones franceses que han visto morir a otra gente imprudente en el hotel. Ha sido una imprudencia venir, pero los escritores somos imprudentes, creemos por vanidad o codicia o frivolidad, por pura pose bufonesca o por ganar un premio, que las cosas malas les pasan a otros, no a nosotros, hasta que nos pasa una cosa mala, terrible, un fracaso, un tropiezo, una derrota, y luego pensamos pero yo pensé que eso no podía pasarme a mí.

A las siete de la mañana estoy vivo, despierto, aunque medio muerto, y recuerdo que a media mañana comienza la agenda, así que pido un café y otro más y consigo dormir un par de horas en las que tengo pesadillas con mis enemigos, sobre todo los políticos y los sentimentales, los más rencorosos, los que podrían querer venir a cobrarse una tardía venganza. Sueño con ese político al que dejé plantado, ese amante despechado, ese periodista que me decapitó y celebró mi caída, con los amigos muertos, perdidos, los familiares muertos, perdidos. Luego me pongo en pie y bajo a seguir con la vida, con la agenda, a cumplir, a sobrevivir, es un día a la vez, solo trata de llegar a la noche. Y llego. Y estoy vivo. Y el fotógrafo me dice tiene un pelo, y yo ¿dónde?, y él en su boca. Es que el pelo se me cae y tiemblan mi brazo y mi mano cuando llevo el café a mis labios y los periodistas advierten que estoy reducido a un hombre que ve cómo le tiembla la mano, cómo el cuerpo le da unos respingos bruscos, se sobresalta, como si estuviera montando uno de los caballos del caudillo innombrable, mi amigo.
Más tarde estoy en una casa antigua comiendo algo con mis anfitriones y mis enemigos me rodean por todas partes. Ellos ganaron, los veo bajar jactanciosos de sus camionetas enormes con custodios y choferes, ser atendidos como se atiende a la gente con poder, que lo ha ganado o sabe preservarlo, y yo a duras penas puedo hablar y me escondo detrás de mi abrigo y mi bufanda y mis grandes anteojos negros y pido un café más y veo cómo me tiemblan escandalosamente las manos, en busca de un café, de una sopa caliente de tomate, en busca de la cuchara errática que me evade y se aleja, soy un hombre persiguiendo una cuchara, lo que el músico me dijo que era cuando vivía en Nueva York, un hombre, una cuchara robada, unos polvos para escapar del frío. Me preguntan por qué no vine, les digo que nadie me invitó, me dicen que ellos me invitaron pero el Gobierno Peruano me vetó, digo que no espero ninguna prebenda del Gobierno Peruano y de ningún gobierno, tampoco del local.

Víctima de tantos percances y malas noches, tratando de sobrevivir, vivir cada día en su máxima intensidad, voy dejando horas de vida en esa ciudad sin que nadie me lo agradezca, aunque yo me lo agradezco aquella noche cuando me suben una estufa y otra más y consigo dormir con pesadillas, pero dormir al fin y al cabo. Luego, los demás días son de bajada, van pasando, y ya me siento mejor, sobre todo porque, a pesar de los intrigantes venenosos que quieren ponerme a pelear con todo el mundo, voy quitando el cuerpo, esquivando el peligro, cumpliendo la agenda, aunque solo sea para presentarles una novela a cien personas que de todos modos pensaban comprarla. Pero uno hace el esfuerzo, corre la última milla, se entrega sin reservas, como esos corredores de maratones que al llegar a la meta se desploman y caen muertos, contentos de agitarse cinco horas y media para terminar muertos habiendo batido algún récord.

Si voy a morir, que sea con la agenda terminada, me digo, que sea en el avión de regreso a casa. Pero, mal que me pese, que les pese a mis adversarios y detractores y enemigos intrigantes, sigo en pie, sigo vivo y cuando llego a casa saco los regalos con mis manos temblorosas y ellas se alegran tanto que no preguntan por qué tiemblo así. Tiemblo porque estoy feliz de verla correr con sus pocos tres años, ilusionada, a darme ese abrazo intenso, feliz, sin culpas ni reproches, un abrazo que solo te dan tus hijas cuando son niñas, luego crecen y se alejan, es la vida, es el destino, las cosas malas también te van a pasar a ti por ser tan optimista y creer que puedes resolver todos los problemas con tus labios y tu dinero. Yo tengo tres hijas y ellas son todo para mí, las que están en casa y las que prefieren estar en otra casa diciendo gracias a alguien que lo merezca más que yo. Luego veo a mi Lolita y pienso qué suerte tienes de vivir con alguien tan linda, que te gusta tanto, te marea y embriaga e hipnotiza como al comienzo, cuando comenzó a gestarse esta historia.


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