22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

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El final de un año, la semana posterior a la fiesta navideña y todavía en vísperas de la celebración por el nuevo año, abiertos ya los regalos y comido hasta atragantarnos el pavo, induce a mirar atrás, aun a sabiendas de que hacerlo es un ejercicio inútil y acaso autodestructivo. No podemos ya cambiar el año pasado y acaso solo podríamos modificar de un modo levísimo el que viene, pero eso también es dudoso, incierto, porque las cosas más importantes que nos pasan suelen depender del azar y no de nosotros, que asistimos impávidos a ellas. Con los años uno va rebajando sus expectativas, moderando sus ambiciones: yo, por ejemplo, antes soñaba con presidir el país en que nací, y ahora solo sueño con presidir mi casa, lo que tampoco he conseguido y me temo que será esquivo el siguiente año, pues la que preside es mi mujer y yo la secundo muy a gusto. Antes quería estar en óptimo estado de salud y correr una hora cada día, ahora solo aspiro a no morirme y caminar media hora cada noche, cuando nadie me espía y puedo ver cómo avanzan mis zapatos morosamente, vagamente. Antes quería ser un escritor de éxito, ganador de premios, siempre promocionando una novedad, y ahora aspiro a ser un escritor y no dar entrevistas ni asistir a ferias promocionales que suelen ser una hoguera de crepitantes vanidades. Antes quería vivir en tres ciudades y viajar todas las semanas, ahora me contento con vivir en esta casa y no viajar a ninguna parte, aunque me inviten, y a veces todavía me invitan, pero declino alegando que mi salud es pobre y va en decadencia, lo que puede ser una exageración o una observación exacta. Hace unos años me dijeron que me quedaban dos años de vida y desde entonces han pasado cuatro y vamos para cinco y quienes me dijeron tal cosa eran médicos peruanos que no sé si están vivos todavía porque no quiero regresar a sus consultas ni a la ciudad en que nací, no todavía, dejemos eso para el próximo gobierno, que este provoca espanto. Con lo cual, si hago un balance medianamente apacible del año que se va, debo sentirme contento, satisfecho, agradecido, porque mi hígado no ha terminado de corromperse y no me he muerto en el plazo que los agoreros de mandil blanco me fijaron con el ceño fruncido y el aliento rancio de quien duerme poco y mal. Pero, además, no solo sigo vivo, sino que me siento mejor, bastante mejor comparado con el hombre sin aliento y el hígado en proceso de descomposición que era cuando pensé que no llegaría a este año ni al siguiente. A tal punto es así que he dejado ciertas pastillas para dormir de las que pensé que no lograría emanciparme, aunque, para ser francos, debo admitir que ahora tomo otras que me recetó el neurocirujano a distancia y cuyo costo hepático se irá viendo más adelante. No seré yo quien lo vea, ausculte o examine, por cierto, y a eso atribuyo mi bienestar y buen ánimo: desde que me dieron ese plazo sombrío, no he querido ir a ninguna consulta médica y evito a los doctores como a cuervos que quieren sacarme los ojos. Con lo cual, quién lo diría, aquí estamos todavía, y durmiendo mejor, y aún con trabajo, con programa de televisión, por mucho que mis enemigos, detractores y ex amantes biliosos pronosticaron que moriría pronto luego de ser despedido del canal que todavía me acoge y alienta mis diatribas. Cuando trabajas en televisión, en un canal pujante pero aún pequeño, estás siempre en salmuera, en ascuas, en entredicho, y van cambiando cada tres o seis meses los gerentes y nunca sabes cuándo te bajarán la guillotina, como ya me la han bajado no pocas veces por ser un tanto revoltoso y malcriado, pero llevo cinco años de buena racha con este canal y todo parece de momento bien encaminado y cuando me dicen que quieren renovarme el contrato un año más, siento que es un minúsculo triunfo personal, pero un triunfo al fin y al cabo, porque eso supone que las ventas van bien y los dueños y yo ganamos, aunque no a partes iguales, ellos se quedan con el sesenta y yo con el cuarenta y así está bien. ¿Podría entonces quejarme si vivo donde quiero y sobrevivo contra lo que me dijeron y he logrado preservar el programa y mantenerme a salvo en la jungla despiadada de la televisión? No, claro que no, y no solo no me quejo sino que agradezco a los duendes del azar por conspirar de un modo que me resulta favorable y les ruego que el próximo año no me den la espalda. No todo es miel sobre hojuelas, no todo está alfombrado de pétalos de rosas, siempre hay pequeños infortunios que ocurrieron este año y prefiero no recordar con una saña que sería nociva para mi salud: no pude ver a mis hijas mayores pero encontré fuerzas para seguir pagando sus cuentas, terminé una novela pero no pude publicarla porque mi madre me lo prohibió en términos perentorios y prefiero hablar en persona con ella antes de tomar ninguna decisión que pudiera lastimarla. ¿Soy ese hombre yo mismo, un hombrecillo vacilante que suspende la publicación de una novela hasta tanto no obtenga la aprobación o el consentimiento de su madre? No lo era hace veinte años, cuando publicaba contra mi madre, mi esposa, mi suegra y mi tío ricachón, pero ahora llevo menos prisa y prefiero ser considerado con los sentimientos de mi madre. ¿Me ilusiono con que algo cambiará drásticamente en mi vida el año que viene? No, para nada, no me hago la menor ilusión, solo aspiro a que sea tan bueno como este año que expira: aspiro a no morirme, a dormir tranquilo, a conservar mi trabajo y a publicar algo que no me enemiste con mi madre. Ya dejé de fumar marihuana, bajé diez kilos, dejé los hipnóticos, ya me cuido bastante como para proponerme algunos cambios más de esa naturaleza, que por lo demás son los más difíciles, romper una adicción, una dependencia, llevar una vida algo más saludable o menos perniciosa, así que por ahora solo le pido al próximo año que no me envíe a la baja policía a recogerme, no todavía, y me dé fuerzas para seguir escribiendo y haciendo el programa todas las noches. En cuanto a la familia, cómo podría quejarme: tengo una esposa fantástica que me cuida y a la que adoro, hemos dado vida a una niña preciosa que ilumina y alegra nuestra existencia antes un tanto en las sombras, tengo los mejores recuerdos de mis hijas mayores, pago todo lo que me piden y estoy dispuesto a verlas cuando quieran pero no a ser infeliz o estar amargado si ellas siguen sin querer verme y solo me escriben por cuestiones crematísticas. Me hace ilusión llevar a mi esposa a Berlín, porque ella fue educada en colegio alemán y es fluida en esa lengua enrevesada, y llevar a mi hija menor a ver la nieve en Nueva York, y publicar una de las dos novelas que vengo maliciando, si mi madre me da luz verde o luz ámbar o una luz roja que parpadea un pelín. Todavía no quiero volver a Lima porque el individuo que está en el gobierno y sus secuaces y apandillados y adulones me inspiran la más profunda, visceral desconfianza, una desconfianza que me inspira cualquier militar intelectualmente mediocre (si eso no es redundancia) y que a menudo se viste con la bandera de su país y se proclama nacionalista. Ya volveré cuando sea oportuno o no volveré más y me quedaré gozando de todo lo bueno que mi mujer, mi hija y yo nos hemos labrado en esta isla en la que vivo hace ya veinte años y cuyo aire limpio, impregnado de sales marinas, ha obrado milagros en mis pulmones y mi hígado estragados, pero todavía dando la pelea. Si seguimos vivos en un año y conservamos buena salud y trabajos dignos que con suerte nos apasionen, habrá sido un año magnífico, no me cabe la menor duda. Mis mejores deseos para todos mis lectores amigos y mis peores deseos para mis enemigos y detractores biliosos, espero que el próximo año se mueran todos, uno por uno.


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