Ahora los viernes no tengo que ir a la televisión. El programa lo hago de lunes a jueves. Trabajo cuatro días, descanso tres: no está mal. El fin de semana es más largo y se disfruta mejor. Intento escribir todos los días, ir al cine todas las noches, eso no cambia. Pero mi vida, no me engaño, está organizada alrededor de las servidumbres de la televisión, y las horas dedicadas a escribir están subordinadas a los horarios del programa, al tiempo que me queda libre en las tardes y los fines de semana, cuando no hay otra obligación que estar bien, disfrutar del buen clima y la casa y la familia. Estar bien, pasarla bien, es una obligación, y más vale que lo hagas ahora que estás vivo, porque después te mueres y otros la pasarán bien con tu dinero y tus propiedades, y tu ropa la meterán en una maleta y la quemarán.
Una de las mejores cosas que tiene esta ciudad es la oferta de películas, la variedad de la cartelera. Es verdad, hay que manejar bastante a este barrio o al otro, pero, una vez que te acostumbras, es cómodo, es tranquilo, nadie se mete contigo y puedes ver una película el viernes, otra el sábado, otra el domingo. Con las películas nunca se sabe, pero eres un viejo sabueso y sigues tu instinto y a veces te equivocas, pero en general tu promedio es bueno y casi siempre vale la pena. Tenemos nuestras salas preferidas, una en el barrio de los cubanos, otra en el barrio más atildado y circunspecto de los gringos, y a ellas vamos relajados, tratando de disolver nuestras identidades, nuestros egos, nuestras pequeñas ambiciones en una ficción bien hecha. Me encantaría hacer una película, es algo que me digo hace veinte años, pero no tengo la paciencia, el empeño y la capacidad de trabajar en equipo, estoy acostumbrado a trabajar en silencio, solo, y hacer una película es como montar un circo, poco más, poco menos. Por otra parte, desconfío de los escritores que, de pronto, se vuelven cineastas: un escritor es un escritor y el oficio de cineasta es otra cosa bien distinta.
Las mañanas, como siempre, están dedicadas al noble hábito de dormir sin molestar a nadie, de buscar compañías insólitas en los sueños que voy urdiendo, salvo hoy por la mañana que había actuación en el colegio de mi hija menor para despedir el año escolar. Fuimos temprano, bien bañados, bien vestidos, y ella, con apenas tres años, se robó el espectáculo: bailó y cantó con absoluta indiferencia a la mirada del público y fue una sensación. La gente que nos conoce en la isla ya la quiere, la llama por su nombre, y ella se deja mimar, es traviesa y no parece incómoda cuando la felicitan y le dicen cosas amables. Podría parecer el abuelo de esa niña pero soy su padre y me emociona verla tan contenta en su mundo de fantasía. No falta nada para que tenga cinco años y comience el colegio. De la escuela vuelve hablando inglés y a veces no la entiendo y le pido que me traduzca al español. Irónicamente, y para mi gran consternación, ella sabe cómo se dice esa palabra en inglés y yo no, quién lo diría. Me parece una verdad irrefutable que la especie evoluciona, los hijos mejoran a sus padres, todos los jóvenes de la isla son tan largos, delgados, listos y competitivos, que uno se detiene y observa y está claro que genéticamente los niños de ahora vienen mejor dotados que antes y son más felices, qué duda cabe. Son más libres, ejercitan su libertad y aprenden deprisa. Es el caso de mis hijas mayores y hasta de mi hija menor, que no tardan en desapegarse y encontrar su camino con gran sentido de la independencia.
Luego me vuelvo a dormir y paso la tarde tratando de escribir una novela sobre una familia feliz que de pronto se rompe por una pasión amorosa. Es un tema que me obsesiona, cómo la felicidad puede interrumpirse de pronto, inesperadamente, porque alguien en la familia se vuelve a enamorar y otras personas ven con recelo o con hostilidad esa pequeña pasión humana que es el deseo y el amor, comprensiblemente por una persona joven, atractiva, bonita, porque yo puedo estar enamorado de una mujer veinte años menor, pero con una señora veinte años mayor sería imposible: desde luego, yo vengo a ser esa señora. No sé si la novela fluye, no sé ya quiénes se oponen a qué novela o quiénes la consienten, la familia es una reunión de muchas voces dispares y algunas te alientan y otras te cargan de severas admoniciones por lo que imaginan que has escrito o podrías escribir. Qué más da. Si al final tampoco van a leer la novela, por qué se oponen con tanto ahínco a que me exprese tal y como quiero expresarme, con la misma libertad con la que un pintor pinta un cuadro o un cantante se echa a cantar. No puede uno estar pensando todo el tiempo en la mirada ajena, en lo que dirá tal o cual persona de la familia, porque ese temor te paraliza, te invaden el miedo, el pudor, y al final no publicas y eres nadie. Conviene, entonces, desprenderse un poco del pudor y exhibirse apenas lo que sea conveniente para que la novela fluya y sus personajes resulten creíbles, humanos, de carne y hueso, verosímiles.
Siempre estoy leyendo una novela, una novela sobre los sentimientos, las personas, la vida íntima de las personas, la duplicidad de las personas con una cara y muchas máscaras, siempre estoy tratando de entender la vida en una novela. No siempre me atrapa, me hechiza, me hipnotiza. A veces se me cae de las manos y en ocasiones me lleva de viaje y uno lo agradece. Nada como una prosa elegante, rica, culta, musical, que se desliza por tus oídos y borra la noción del tiempo. Nada como una historia bien contada, lentamente contada, deteniéndose morosamente en los detalles, ramificándose, yendo y viniendo, dándote una visión de las cosas que no conocías. Pero, cuando los personajes hablan, es crucial que lo hagan como en la vida misma, y cuando eso no ocurre se rompe el embrujo y sientes que es el narrador hablando por todos sus personajes y entonces se pierde la magia porque uno intuye que una señora ama de casa no hablaría de esa manera tan refinada y culterana, hablaría de un modo más brusco, más repentino, más procaz.
En la vida misma las personas no podemos ser tan afectadas como en la ficción porque tanto refinamiento con las palabras puede parecer una pose, un engreimiento. Hay que dejar que las palabras fluyan con naturalidad y recojan el habla de la calle y se contaminen de lo sucio, lo vicioso, lo coloquial. Y hay que dejar que todo eso se meta en lo que uno escribe para que no quede una cosa fallida, de cartón. Estas son cosas que no se aprenden en la universidad, se aprenden escribiendo, leyendo, insistiendo en el oficio de contar una historia con gran respeto por el lector y más respeto por la historia.
La historia que algún día quisiera contar es cómo y por qué terminé peleado con mis hijas mayores, y cómo y por qué terminé teniendo una hija preciosa y perdiendo dos igualmente adorables. No creo que las haya perdido para siempre, pero las he perdido un tiempo largo, tres, cuatro años, un tiempo que no había imaginado que podía pasar tan lejos de ellas. Pero la vida es así, te da por un lado y te quita por el otro, o eso dicen, no se puede ganar siempre, no se puede tenerlo todo, eliges y al elegir renuncias también a ciertas compañías que ya eran habituales y que se distancian de ti por fidelidad o afecto con otros miembros de la familia que se sienten maltratados o traicionados. Es bien difícil quedar bien con todo el mundo, es imposible me parece, más cuando se trata de una familia en la que prevalecen las mujeres, que son leales para amar y leales para jugar en el equipo que las protege mejor. No conviene por otra parte amargarse y hacer escenas caprichosas, después de todo tú eres el hombre mayor y se espera una conducta sensata de ti. Lo que conviene es dejar que todo fluya, que cada persona esté en el lugar que le corresponde y no forzar los encuentros ni los abrazos ni los correos afectuosos. Todo está bien así y estará mejor cuando la más pequeña despierte de su larga siesta y te recuerde tu lugar en el mundo. Para que una vida sea posible a veces es necesario alejarse de otras vidas un tiempo, es lo que me pasó a mí y de todo se aprende.
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