Los peores enemigos que he tenido no han sido los políticos ni los sentimentales, sino los competidores de oficio.
Dado que compartimos una lengua, a veces un país, casi siempre una vocación, una manera parecida de ganarnos la vida, podríamos vernos como colegas y, sin embargo, nos vemos con una animosidad insuperable, un resentimiento y casi un odio difíciles de explicar.
No sé si lo mismo ocurre con los dentistas o los futbolistas, pero los celos de unos escritores contra otros a menudo desbordan los estándares mínimos que se esperarían de una persona de bien y los ponen a pelear. A veces, en efecto, se lían a golpes y uno le rompe la cara al otro o, en venganza, se acuesta con la mujer del otro, pero más frecuentemente escriben cosas insidiosas contra el otro, tratando de rebajarlo, humillarlo, ridiculizar su trabajo.
No es tan común que un futbolista diga en público que otro futbolista es un inepto, un tarado, un pobre diablo; tampoco creo que un dentista aprovecharía un congreso del gremio para descargar una furiosa diatriba contra un colega que lo supera en reputación y clientela, pues, aun deseando despacharse ese vitriolo, probablemente se daría cuenta de que se vería mal, lo colocaría en una posición deslucida, indecorosa; ya es más usual que un político que aspira al mismo cargo que otro ponga menos énfasis en describir sus aptitudes para ocupar dicho cargo que en enumerar las desventajas de sus adversarios, a los que pasará a descalificar y, si lo dejan, linchar moralmente, pero entre escritores la cosa llega a un nivel de obsesión, vileza, mal gusto y canallada pura disfrazada de crítica intelectual, que uno a veces se queda espantado.
Porque los que te critican más encarnizada, viciosa y sistemáticamente, despedazando cada novela que publicas, son escritores en tu lengua, tu país y hasta tu editorial, y por supuesto consideran que son muy superiores a ti y no mereces nada de lo que tienes y ellos merecen mejor suerte, y tú, ninguna. De modo que te odian porque no te perdonan que vendas más que ellos y ganes de vez en cuando un premio que les ha sido negado. Les parece una injusticia atroz, inaceptable, que es menester denunciar vomitando toda clase de mezquindades contra ti, tus libros, tu trabajo, tus ideas políticas, tu vida sentimental. Te llaman bufón, payaso, mercenario, vendedor de humo, de sebo de culebra, que es una manera encubierta, mal embozada, porque se les nota la inquina, la mala entraña, de decir que ellos son mejores personas, mejores intelectuales, mejores ciudadanos, mejores todo, incluso mejores amantes, esposos, padres de familia. Al pronunciarse tan desdeñosamente contra tu trabajo, postulan de contrabando la idea de que ellos y no tú merecen ser leídos, ellos y no tú merecen los reconocimientos, las ventas, el éxito. Tú les has robado el éxito que les correspondía, los premios que en justicia deberían recaer sobre ellos, has operado de un modo sinuoso, despreciable, para negarles los galardones que pronto se posarán sobre ellos, corrigiendo tan horrible malentendido.
Y entonces te machacan, conspiran para que no te inviten a ferias y congresos, aprovechan cualquier entrevista para lanzarte un salivazo venenoso, sin que les hayas hecho nada, sin que los conozcas siquiera. Se ve mal, tonto, pueril, que dos colegas, competidores, rivales de oficio, que se disputan una cuota del mercado y un minúsculo lugar en el mundo, se peleen con la histeria y el empecinamiento de dos críos por un juguete, y es muy cierto que, cuando Pedro habla mal de Juan, habla más de Pedro que de Juan.
Por eso no conviene responder las críticas, porque ese intercambio de mezquindades acaba desluciendo a quienes las lanzan, y conviene menos dedicar una novela para mofarse del enemigo, porque la burla acaba siendo un homenaje encubierto al zaherido, y, sobre todo, resulta inconveniente darse por aludido y agriarse el humor y guardar rencores y negar el saludo a quien tantas veces te ha insultado, cuando es mucho más elegante fingir que no estás al tanto de ese tráfico innoble y eres perfectamente capaz de estrechar la mano del que tantas veces te ha escupido.
No son mejores las cosas en el mundo de la televisión, y a veces pienso que son aún peores que en el de los escritores que se sienten intelectuales, guías, profetas, faros de la nación, a tal punto que a menudo se precipitan al abismo de la política y, cuando pierden, se van a vivir a otro país y toman una nacionalidad distinta, a manera de escarmiento a los que no votaron por ellos, a quienes pasan a tachar de idiotas. Los odios, delaciones, perfidias y emboscadas en el mundo de la televisión son tan ruines que uno pensaría que más nobleza debe de existir en el trato entre presidiarios de una cárcel de alta seguridad o entre capos mafiosos o entre simples malhechores en moto que se disputan el mismo reloj de aquella señora despreocupada a la que van a asaltar.
Bueno fuera que los enemigos estuvieran en el canal de televisión de la competencia: uno entiende, en fin, que ellos quieran ganar la guerra sórdida por tener más espectadores, más anunciantes, más dinero, pero a veces tus verdugos son los que se agazapan en las sombras del canal en que trabajan contigo, en la trastienda, tras bastidores, aquellos que ven con envidia que te vaya mejor que a ellos, que ganes más, seas menos feo o menos gordo o menos baboso, que tu corbata sea algo más vistosa que la de ellos. Y entonces comprendes que está en la naturaleza humana alojar las más hediondas miserias allí donde dos individuos compiten por una posición, un salario aventajado, una cuota del mercado.
En ocasiones has respondido las toneladas de lodo que vierten contra ti echándoles más barro a ellos, pero no conviene descender a ese nivel de alcantarilla aun si acaban guillotinándote, como tantas veces han hecho los que querían desplazarte del espacio que ocupabas para pasar a ocuparlo ellos, tan felices de estar en el centro de la atención, en el puesto número uno del medallero. Con el tiempo comprendes que hay guerras que no conviene pelear, insultos que no debes dignificar, carreras de ratas de las que debes inhibirte y a veces se está más cómodo ganando la medalla de bronce que la de oro, o no ganando ninguna.
Uno debe competir, si acaso, con uno mismo, y aspirar a que tu próximo libro sea mejor que el anterior, pero nunca competir con un colega, no escribir artículos menospreciándolos ni dar entrevistas hablando mal de ellos. Lo han hecho escritores consagrados contra ti, pesos pesados, vacas sagradas, hombres al borde de cumplir ochenta años, y esa paliza te ha parecido penosa, abusiva, y por eso te repites cada tanto que saber envejecer con una mínima dignidad tal vez consista en aplaudir a los que vienen empujando con ahínco para superarte y pasarte al retiro, aun si lo hacen a codazos y empellones, y que un auténtico campeón, cuando se retira, debería ser incapaz de disputar el protagonismo de los nuevos campeones en boga, incapaz de salir a decir en público que en sus tiempos todo era mejor y los de ahora son campeones de pacotilla, poca cosa, poquita cosa, un esperpento, una chapuza, un fraude, unos payasitos de circo de provincias, circos eran los de mi tiempo, grandes novelas las que yo escribía en mi juventud, tremendos programas culturales los que hacíamos cuando yo jugaba en las grandes ligas, ahora es una pena, todo se ha envilecido, acanallado, se ha ido al carajo, y la verdad es que me da arcadas ver a los que ahora ganan los premios, esos charlatanes y embusteros que devalúan el oficio que tanto me esmeré en adecentar.
Jaime Bayly
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