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Mi hija Zoe me dice Mermaid (Sirena, Sirenita). Es insólito que, a edad tan precoz, tres años y medio, descubra intuitivamente que tengo una parte de mujer. La parte de mujer, la Sirenita, más parece foca, manatí, cachalote o rinoceronte bebé. Porque, lo lógico, siendo yo su padre, un varón, sería que mi hija me dijera león, tigre, jaguar, pantera. Y cuando le sugiero esas posibilidades, me dice que soy Mermaid y no hay quien la mueva de allí.
No sé cuál de sus ficciones da vida a una sirenita. Supongo que es la Sirenita de siempre. En Disney, cuando vio a la Sirenita, se emocionó mucho. Aquella Sirenita estaba ventruda y rellena de cojines, pero parecía anoréxica a mi lado.
Me conmueve que mi hija no vea en mí a un macho feroz, depredador, jefe de la tribu, sino a una sirena fofa, laxa, arrellanada, encantada de estar desparramada sin hacer nada ni ir a ninguna parte. Zoe ha sido también muy perspicaz en que, además de verme un poco aseñorada (como Úrsula, de la Sirenita), soy una sirena gorda que quiere estar en la sombra sin que nadie la moleste y sin someterse a sobresaltos, alborotos y fatigas innecesarias.
Todavía no tengo mi disfraz de Sirenita: es cuestión de meses, quizá de semanas, pero llegará para el Día de las Brujas, Halloween. Zoe lo tiene todo muy claro: ella es Seahorse, un caballito de mar, y seguro que se disfrazará de eso. Silvia es impredecible y, como se sube a las montañas rusas y a las casas del terror, no sería extraño que se descolgara con un disfraz escalofriante, que a mí, que soy un cobarde, me diese miedo. ¡Todavía no entiendo cómo Silvia hizo acopio de coraje para subir a la Casa del Terror! Pero estar conmigo todo el tiempo es estar en la casita del terror, y ella no se asusta y tiene los cojones de los que yo carezco.
Mis hijas mayores, a las que siento cada vez más distantes y cuya estrategia, diseñada por su madre y su abuela, consiste en escribirme un mail de cuatro líneas al mes fingiendo cariño, saben que están en zona roja. Mi abogada me ha confirmado que no tengo obligación legal de darles más dinero una vez que cumplan dieciocho años. Camila tiene veintiuno, Paola diecinueve. A ambas les he dicho que el próximo año el camello se sentará exhausto en el desierto y no dará un penique más indefinidamente. La plata hay que ganarla con cariño y ellas estos últimos cuatro años han sido frías y desalmadas conmigo. Que le pidan plata a su angurrienta mamá, a la arpía conspiradora de su abuela materna, al pelafustán de su padrastro. Como último recurso, siempre está mi madre, que, si le echas el cuento de que has entrado al Opus Dei, te manda a la Universidad de Navarra, en Pamplona, y te paga la gran vida.
Aumentan dramáticamente las posibilidades de que en enero, a un mes de cumplir 50 años, tome un año sabático. Un año sabático no consiste en pasarse todo el año leyendo las obras de Sabato. Yo lo conocí: un hombre humilde, delicado, que me trató como si el escritor famoso fuese yo. Ya había enviudado, me mostró sus cuadros, era admirable su humildad. Carecía, sin embargo, de los destellos de humor de Borges o Bioy. Me hace gran ilusión no esclavizarme a la televisión el próximo año. Llevo tres décadas sacando mi cara de gato constipado o de pelícano triste, y creo que me merezco, nos merecemos un descanso. Qué haría: me quedaría en esta isla donde soy tan feliz, donde no me encuentro a ningún fantasma, a ningún indeseable, y leer, escribir, montar bicicleta (he bajado de peso, de 100 a 92 kilos) y dedicarme a un proyecto creativo que me obsesiona (puede ser un gran fracaso, puede ser un éxito moderado), pero el riesgo hay que correrlo aunque te tiemblen las piernas. Y si fracasas, tampoco es el fin del mundo, lo más importante no es tener fama o dinero, sino buena salud. Se lo digo yo, que tengo la salud muy menoscabada, y de qué sirve tener un dinerillo si no hay salud para viajar ni para dar una fiesta (yo solo di una fiesta en toda mi vida cuando cumplí treinta y cinco años).
Algún día escribiré una crónica sobre aquella fiesta, que, siendo pequeña, fue divertida: estaban la bella Morgana Vargas Llosa y su apandillado poeta helvético Germancito Vargas; por supuesto, no vino Jaime Bedoya, comprensible, tocayo, usted no se rebaja a esas cosas; estaba toda mi familia (padres, hermanos, esposas, hijos, primos, entenados), que llegaron en unas camionetas fletadas por Acción Popular. Qué diantres estaba pensando cuando quise hacerle un programa al desagradable de Ivcher, alguna vez descrito por Álvaro Vargas Llosa como una rata, cuando tendría que haber estado pensando en lanzarme el 2001, si seré un manganzón. Pero mi papá no veía nada, era políticamente miope, ciego y asustado, y mi madre veía La Eternidad, El Cielo, así no me azuzaba con la política, cosa que vino después, diez años después.
Éramos los pobres de la familia, los pobres de los Bayly, los pobres de los Letts, pero yo era la estrellita, el niño prodigio, ja, y aquella noche me sentía Jobs y Gates juntos, y era dispendioso con la plata.
¿Quiénes más vinieron? Algunos amigos del colegio, Pedrito Brescia, Pedrito Suárez-Vértiz (nuestro Dylan), ningún amigo de mi época drogona, ninguno, mi padrino el Chino Romaña, tremendo personaje, larger than life, su guapísima y listísima esposa Irene y sus preciosas hijas Irene y Úrsula. Irene, mi prima, estaba tan linda y adorable que bailaba con ella y me venía un muy improbable efluvio volcánico, y el Chino, un lince, vio eso y se la llevó.
¿Haré fiesta por los cincuenta? Plata tengo, amigos muchos no me quedan. Pero contrataría a Jandy Feliz y bailaríamos hasta el amanecer.
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