Guido Lombardi,Opina.21
Faltan poco menos de dos semanas para que culmine la campaña electoral. Aparte de innumerables acusaciones lanzadas por los propios candidatos, hemos podido enterarnos de que un porcentaje nada desdeñable enfrenta procesos por graves delitos o ha sido sentenciado por ellos. El peculado, es decir, la apropiación de recursos públicos para beneficio propio, figura en lugar destacado en el prontuario que exhiben quienes pretenden gobernar nuestras ciudades y regiones.
El asunto no debería pasar a mayores si, como es el caso, las autoridades responsables (JNE, ONPE) hacen pública la información, de manera que podamos elegir descartando a quienes quieren un puesto público para llenar sus bolsillos y los de sus allegados. Por desgracia no es tan sencillo: un 49% de los ciudadanos encuestados por Datum admite estar dispuesto a votar por alguien que “roba, pero hace obra”. De hecho, varios de los que encabezan las preferencias electorales son percibidos simultáneamente como los más corruptos. El caso extremo es el de Luis Castañeda, pero no es el único.
La constatación resulta deprimente y conduce al pesimismo respecto al futuro de nuestra democracia, pero es lo que hay. Resulta fácil culpar a la “clase política” de la situación y mirar hacia otro lado. Pero, más que desentendernos del asunto y desinteresarnos de la cosa pública (tentación mayoritaria entre los más jóvenes), deberíamos buscar mecanismos que hagan posible superar ese estado de cosas.
La reforma que algunos le exigimos al gobierno como parte de su responsabilidad histórica pasa por una radical revisión del sistema electoral y del proceso de regionalización. Permitir el voto facultativo, eliminar el voto preferencial y hacer efectivo el financiamiento público de los partidos políticos, aunque impopulares, son medidas indispensables para adecentar nuestra vida política. El momento es ahora.
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