Detrás –o por delante– del triunfo de Trump hay quienes avizoran un apocalipsis ultranacionalista de visos fascistas, además de un golpe crucial al neoliberalismo desde la propia derecha, y quienes piensan que aquí no pasará nada… o por lo menos casi nada.
Para los primeros, Trump representa a una corriente de opinión muy potente como para que pueda tirarse atrás tan fácilmente: una mezcla de opinión antimigrante de sectores de norteamericanos con la rabia de parte de una clase media empobrecida por la crisis financiera 2008-2009.
Los segundos, por el contrario, sostienen que las instituciones de Estados Unidos (EE.UU.) –Congreso, gobernadores, sectores de sociedad civil y, sobre todo, Wall Street– domarán al díscolo presidente.
Algo así, entonces, como que la opinión se divide entre los “ingenuos”, que creen que los cambios de Trump son posibles en la principal potencia mundial, y los “realistas”, convencidos de que existe un abismo de diferencia entre un candidato y este mismo cuando ya es presidente.
Se podría, sin embargo, hacer el esfuerzo de colocarse en una posición “moderada”, y percibir una especie de “hoja de ruta” a la norteamericana.
Es posible imaginar, por ejemplo, que si el famoso supermuro con México no llega a concretarse, Trump presionará “solo” por cambios al TLC con México y Canadá (Nafta). No obstante, incluso no es difícil imaginar el impacto de esta decisión no solo para las relaciones bilaterales EE.UU.-México –en especial para México– sino también para otros TLC en el mundo.
Aunque sea imposible adivinar hoy –a tres días del triunfo del sui generis candidato republicano– qué pasará en EE.UU., es posible comenzar también a calcular las consecuencias geopolíticas para las relaciones Rusia-Unión Europea-EE.UU., si Trump insiste en modificar sus relaciones con la OTAN.
De hecho, como primer asunto, los europeos estarán obligados a “poner de la suya” para su financiamiento. Igualmente, tendrá serias consecuencias que Trump insista en que EE.UU. ya no será más la “policía mundial”.
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