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Opinión

Las protestas en Apurímac y Puno –que no han merecido gran cobertura de los medios de comunicación nacionales– rompen con la inercia sobre el tipo de conflictos sociales que afectan a las regiones (y que se convierten en focos de interés nacional solo cuando alcanzan cierta intensidad o algunos muertos): lo “normal” es que sean conflictos medioambientales, relacionados con la minería o la explotación petrolera.

Las demandas de Puno, vinculadas con la seguridad ciudadana, y las de Apurímac, contra la corrupción y exigiendo decisiones de gobierno ante riesgos naturales, muestran que la agenda regional es más compleja de lo que se percibe en Lima. La inseguridad ciudadana y la corrupción tienen impacto nacional. Gracias a Noticias SER.pe es posible conocer de cerca la preocupación de los juliaqueños sobre el desborde de la delincuencia, así como su queja contra el gobierno central por considerar a Puno una zona de castigo, pues les envían a presos de alta peligrosidad de todo el país. Ignacio Gutiérrez, dirigente de la protesta, dice, para corroborar su reclamo: “Hemos estado tanto tiempo esperando que se tomen acciones frente a la delincuencia, el descontrol de los bares, cantinas y también el traslado de presos al penal de La Capilla y no hacen nada las autoridades” (30.11.2016).

En Andahuaylas, contra la extendida idea de que los peruanos son permeables a las coimas, y que no les importa que las autoridades roben siempre y cuando hagan “obras”, han sostenido un paro de cinco días contra autoridades locales acusadas de corrupción. Además, exigen medidas de emergencia para prevenir las consecuencias de la sequía que se les viene. Las autoridades centrales se durmieron, quizá por exceso de confianza. Son legítimos los reclamos y tendrían que haberse escuchado antes, para evitar la violencia que se desató en Juliaca y Andahuaylas. Aun así, es de esperar que a nadie se le ocurra decir que estamos ante terroristas proseguridad y anticorrupción.


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