El tira y afloje entre el gobierno y la oposición fujimorista no soporta cuatro años más. Ha pasado solo un año del tiempo de gobierno de PPK y el ambiente no deja de cargarse. La responsabilidad principal es del fujimorismo, pero no solo. El gobierno ha puesto lo suyo; y el caso de la adenda de Chinchero es el más emblemático de sus errores. El afán comprensible de “destrabar” las inversiones no justifica la firma de la adenda; tampoco los atarantados pasos que se ha visto obligado a dar el gobierno para salvar la cara, incluido el sacrificio de Martín Vizcarra, su vicepresidente, quien probablemente no fue el más interesado en firmar la famosa adenda.
Si la relación entre el Ejecutivo y el Congreso sigue una dinámica similar, la tendencia estará marcada por un creciente empoderamiento del fujimorismo y un debilitamiento del ppkausismo. La bancada de FP cada vez se siente más dueña del terreno. No solo porque amenaza con censurar a uno u otro ministro, hecho que toca de nervios al Ejecutivo, sino porque comienza a descubrir que con su poderosa bancada puede dotarse de una legislación que: a) reduzca las libertades, como el nuevo proyecto contra la apología, que aparenta tener como blanco exclusivo a los senderistas; b) controle las condiciones de la elección presidencial de 2021, por lo que han parado el debate –y las moderadas reformas a la ley electoral– de la subcomisión presidida por la congresista Donayre; y c) reduzca, por la vía de la polarización política, la aparición de otras opciones políticas rivales –que, por lo demás, están dispersas y mirándose el ombligo–.
Sin embargo, el gran riesgo del fujimorismo es que se le pase la mano; que el 43% de aprobación actual al presidente se diluya y que arrastre en su caída el ya debilitado prestigio del Congreso. Si esto ocurre –y hacia allá se dirigen las cosas–, la crisis no solo será del gobierno de PPK. La recomposición del cuadro político será imprevisible.
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