Durante las últimas semanas, de manera silenciosa, se están desarrollado conflictos de mediana intensidad: en Loreto, 42 comunidades mantuvieron un paro contra la contaminación petrolera; en Puno los casos van desde la preocupación por la demarcación territorial del sur de Puno hasta el paro preventivo de distritos que exigen “la presencia de una comisión de alto nivel integrada por los ministros de Energía y Minas y del Ambiente” (Noticias SER, 20.9.2016); en Urubamba, Cusco, hubo un paro regional de 48 horas y se anuncia otro para el 26; en Ica, los trabajadores de Shougang piden aumentos salariales.
Algunos de estos conflictos, de mecha larga, pueden prolongarse e intensificarse si el Gobierno no muestra una mayor iniciativa.
El Gobierno no ha nombrado hasta hoy al nuevo jefe de la Oficina de Diálogo y Sostenibilidad, en una clara señal de que no está tomando en serio los conflictos en curso y los que están por venir. La preocupación sobre el trato a los conflictos sociales es mayor cuando, según sus declaraciones, el nuevo defensor del Pueblo ha anunciado que la institución que dirige –que siempre ha hecho un seguimiento estricto del desarrollo de los conflictos sociales y tiene la credibilidad para dialogar con las partes en conflicto– tendrá otras prioridades, como la supervisión de los servicios públicos. Con esto se corre el riesgo de que esta importante entidad reduzca su protagonismo en un asunto de vital importancia para garantizar tanto derechos como gobernabilidad.
El desgaste del Gobierno no tiene por qué provenir de la oposición política del fujimorismo o el Frente Amplio, pues uno o dos conflictos sociales intensos, que aparezcan con la razón de su lado y el apoyo de la población, sin importar las campañas mediáticas en contra, pueden magullarlo incluso en plena luna de miel.
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