No entiendo a las personas que celebran la llegada del viernes como quien sale de la cárcel. Bueno, sí las entiendo. Nos quieren decir que su chamba es una condena y que su vida sucede, de verdad, el fin de semana. Allí es cuando se sienten dueños de sí mismos. Viven sus pasiones con intensidad, se expresan sin medirse ni calcular los resultados. Las fotos que comparten en la red dan cuenta de eso y de mucho más, esto es, del valor de los abrazos sinceros, del cariño familiar que alimenta, del compromiso con los demás. Fuera del mundo del trabajo, todo les parece realmente importante.
No estoy hablando únicamente de empleados que no se sienten propietarios de su labor, ni de subempleados que están obligados a tomar lo primero que les cruza por la calle para sobrevivir en esta sociedad excluyente. Con ellos también están los condenados de saco y corbata, o de zapatillas y tatuajes, no importa si son profesionales o ejecutivos, artistas o ingenieros. Todo aquel que vive su ocupación como una carga necesaria para vivir es parte de este histórico grupo de terrícolas.
Trabajar como si viviéramos en un fin de semana permanente parece una ilusión, un privilegio para pocos. Aunque no estoy seguro de que sean pocos. Cada día existen más personas orientadas por la pasión y el compromiso consigo mismas. Se trata de gente que no se limita por los horarios pues lo suyo pasa por entregarse a su emprendimiento. Arriesgar. Corregir. Probar. Otra vez corregir. Comenzar de nuevo. Y volver a probar. Seguir hasta encontrar una nueva o mejor forma de hacer las cosas. Buscar esa satisfacción porque lo que produce le sirve a otros. Y los otros lo reconocen. Y lo recomiendan.
Cuando se encuentra ese hermoso y complicado camino, es difícil volver al trabajo penoso, a la condena del pobre y poderoso Atlas. Así se aprende a repeler la alienación productiva y nos liberamos de la obsesión por la ganancia sin propósito, por el excedente sin sentido, por el consumismo que nos hace esclavos. Porque lo importante consiste en estar en el mundo construyendo la parte que nos corresponde. Porque de lo que se trata es de encontrar en la pequeñez de cada individuo una rendija hacia la trascendencia. Ser un granito de arena vibrante en la huella colectiva.
Las personas que se han encontrado en esa ética del trabajo que repele la resignación y el acomodamiento tienen otra cara. Igual reniegan y se cansan. Igual se desilusionan, como todos. Pero llevan –o intentan llevar– el timón de su vida. Esta es, pues, mi reflexión para el Día Internacional del Trabajo: trabajar como vivir.
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