Las imágenes de los maestros cusqueños bloqueando carreteras, botando el muro del aeropuerto y amenazando algunos sitios turísticos no ayudan a su causa. Al verlos, mi reacción inmediata fue escribir estas líneas descalificando su pliego de reclamos. Entre todos los oficios que existen, el docente es el que ejemplifica, o debiera ejemplificar, el perfil del ciudadano que esperamos para nuestra sociedad. Muchos maestros lo saben, pero ya no les importa. Ni el desprestigio ni el estado de emergencia los detiene. Están hartos.
Al ver estos desarreglos callejeros, pensé en los docentes que llegan tarde o no llegan a clases, o llegan ebrios, e incluso castigan físicamente a los niños. Pensé también en aquellos que apenas pueden expresar sus ideas o que están ejerciendo la ocupación por defecto, porque no les quedó otro oficio para sobrevivir. Pensé, en suma, en el profesor corrupto. Pero no son todos felizmente. También existen los que trabajan inspirados, fieles a su incomprendida vocación. Esos que nunca fallan a pesar del frío en las lejanas alturas. Los que se capacitan con su dinero cuando el Estado no apoya. Y pasan todas las pruebas académicas sin trampas ni excusas. Muchos tenemos en nuestras vidas a maestros que nos dejaron una hermosa huella, que nos invitaron con respeto a mundos desconocidos como las artes o la política, que nos interpelaron con firmeza cuando la energía adolescente nos arrastraba hacia algunos adorables abismos.
Lo que vemos en Cusco, y que comienza a extenderse hacia otras regiones del sur andino como Puno y Apurímac, proviene de la indignación y el persistente abandono. Tanto las actitudes dialogales como las destructivas. Veo en las marchas y las asambleas a hombres y mujeres que reclaman con justicia mejores condiciones laborales, así como un gremio más democrático y coherente. Pero veo también a otros llevando a un extremo irracional, no dialogal, los reclamos del magisterio. Son activistas que van tomados por otros intereses que terminan descalificando a ese justo reclamo ante un sistema estatal que afirma que la educación es lo más importante y, sin embargo, a la hora de la hora, no le otorga al sector educativo todos los recursos materiales y humanos que se requieren para convertirlo en la principal arma contra las pobrezas que nos aquejan.
El ministerio tiene el desafío de radicalizar la continuidad reformista que lo guía desde hace algunas administraciones y negociar con los huelguistas haciendo empatía con su acumulada indignación. Y los maestros tienen la obligación de luchar por sus demandas de forma inteligente, sin oponerse a las nuevas políticas que fomentan la meritocracia que el sector requiere. Ojalá los extremos no hagan perder al magisterio y al país lo poco que venimos avanzado en la educación de nuestros niños.
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