23.ABR Martes, 2024
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Opinión

“Como le pasa a tantas derechas, las izquierdas también se alienan en el poder. Pero en las ‘fuerzas progresistas’ esto contiene una perversión mayor”.

En mi cabeza hay dos Lula. El más antiguo es el sindicalista luchador que sin estudios completos llegó a ser presidente del Brasil, sacó a millones de familias de la pobreza y colocó a su país entre las economías más grandes del mundo. Un ejemplo de constancia y compromiso. Un referente ejemplar para una izquierda latinoamericana que debía convivir con populistas como Chávez e impresentables como Ortega. El otro Lula, el más reciente, es un presidente que al finalizar su segundo gobierno vio caer a su alrededor a ministros, congresistas y figuras claves de su partido por diversas fechorías, unas peores que las otras, aunque sin mellar su invencible popularidad. Un político carismático que no ha respondido con claridad a las acusaciones –y ahora penalidades– por corrupción y lavado de activos. Un líder campechano que ha afirmado desafiante que el único que lo puede juzgar es su pueblo, el mismo pueblo que viene diciendo que no importa que robe con tal de que haga obra (social). Este Lula, el desfigurado, es quien le habría pedido a Odebrecht que contribuya al financiamiento ilegal de la campaña electoral de Humala dada la “afinidad ideológica” respectiva.

Yo que creí, siguiendo la impresionante trayectoria del Partido de los Trabajadores, que la izquierda podía ser por fin una fuerza política moderna y realmente progresista, hoy observo que su verdadera praxis va disociada de las grandes causas latinoamericanas. Como le pasa a tantas derechas, las izquierdas también se alienan en el poder. Pero en las “fuerzas progresistas” esto contiene una perversión mayor: mientras se pudren en dólares detrás del escenario, frente al pueblo agitan las banderas de la igualdad y la justicia.

Lugo, Maduro, Kirchner, Lula, Humala, en fin, como ellos, otros seguirán cayendo y las izquierdas no se sentirán emplazadas, pues su forma de concebir la acción política va disociada de la experiencia, de la vida. Su fantasía es que se transforma al mundo a través de comunicados y marchas. Si cae un líder más por corrupción, se tratará de una excepción traicionera, no tiene relación con su visión de la sociedad y la forma de intervenir en ella. Su verdadera ideología es convenida, como bien lo evidenció Lula ante Odebrecht. Por eso no espero que hagan la autocrítica respectiva. En el Perú no lo hicieron post ochentas, cuando su visión utilitaria de la democracia nos llevó al fracaso. Ni lo hicieron después de apoyar al primer Fujimori y al primer Humala. Solo espero de ellas, una vez más, la abstención. Y, más temprano que tarde, la arrogancia de la vanguardia que se siente por encima del bien y del mal. Sus buenas intenciones la salvan, siempre, lo sabemos, de la imperfección de la realidad.


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