25.NOV Lunes, 2024
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Opinión

“Ramírez recuerda la famosa frase: “lo mejor de la burguesía son su vino y sus mujeres”. Y con ella alude a cierto arribismo que anidaba en muchos revolucionarios”.

Al salir del cine pensé en el libro de Sergio Ramírez, Adiós muchachos. En sus páginas, el ex vicepresidente sandinista lo cuenta casi todo. Describe las claves internas del proceso por el cual la rebeldía antisomocista se transformó en una organización corrupta e institucional. Se trata de un testimonio adolorido en busca de redención. Al explorar sobre qué motivó a su generación a tomar las armas, Ramírez recuerda la famosa frase: “lo mejor de la burguesía son su vino y sus mujeres”. Y con ella alude a cierto arribismo que anidaba en muchos revolucionarios nicaragüenses y que brotaría de forma descarada al tener el poder en sus manos.

Este no es el sentido que la película de Joel Calero le da a esa frase atribuida a Lenin, pero tal vez algo tiene que ver. Cuando los dos personajes discuten acerca del significado de la palabra “pueblo” se nos revela la forma en que su pasado militante habita en cada uno. Para él, evocarlo significa volver a la culpa original, al martirio no realizado, a la asfixiante constatación de que nada de lo que hacemos individualmente sirve para purificar al mundo. Para ella, en cambio, es una idea desconectada de la realidad que los militantes utilizan para afirmar su narcicismo ideológico, su desesperación o inmadurez política y, en algunos casos, su propensión a la revancha violenta. Una retórica de la trascendencia como salvación al estrés cotidiano de la injusticia y la sobrevivencia.

Cuando ella denuncia la trampa, evidencia que no se rinde a la mediocridad del presente. Su universo actual no es mejor, solo reclama una cuota mínima de humildad epistemológica, la suficiente para reconocer que en este “sistema” pobres y ricos comparten un mínimo común múltiplo. Por eso es más difícil transformarlo a imagen y semejanza de la libertad, la justicia y la solidaridad. Y reclama un imposible más: el reconocimiento de la alegría de la gente, esa sobre la cual una sociedad puede integrarse para enfrentar condenas mayores. Él apenas puede escuchar sin ironizar, sin abandonar su furia contenida, sin poder liberarse de un pasado por escribir con la sinceridad radical que una transformación compartida demandaría.

La última tarde es principalmente una película sobre el desamor. Su foco está en una pareja que acumuló pendientes durante dos décadas. Pero también habla del desenamoramiento de los grandes ideales del siglo pasado. Esos que cobraron millones de vidas. Esos que aún justifican sus daños colaterales a favor del paraíso. Y nos invita, como en el libro de José Carlos Agüero, a acompañar la humanización de esos fantasmas negados en el Perú de hoy llamados “los terroristas”. Una invitación que requiere de una humanización mutua.


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