19.ABR Viernes, 2024
Lima
Última actualización 08:39 pm
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Opinión

Cuando el reloj marque los últimos segundos de este año, todos nos sentiremos emplazados. Algunos, para evitar ese estrés simbólico, renunciarán a la festividad, acostándose más temprano. Otros estarán tan ebrios que pasarán flotando, ya sea felices, ya sea hundidos en sus penas. Los demás estarán jugando a la cuenta regresiva y se enfrentarán a sus sentimientos mientras intercambian abrazos con los suyos o con extraños. Otros se quedarán paralizados, fuera de la fiesta, observando una película en la que hasta hace un momento se sentían incluidos. He vivido todas.

El año nuevo es una convención, una arbitrariedad social. Lo sabemos, pero igual nos envuelve. Lo mismo pasa con la Navidad. Ambas arrasan. Podemos denunciar el consumismo que nos saca del camino o el estrés callejero del que nos quejamos y formamos parte, pero al final terminamos irremediablemente enganchados pues cada quien, a su manera, se enfrenta a esta interrogante: ¿estoy o no estoy conectado con los míos? No importa dónde estemos y a quién tengamos al lado, no podemos no pensar en la calidad de nuestras relaciones familiares, en nuestras deudas emocionales, en los que ya no están, en las promesas que alguna vez quisimos abandonar pero que aún siguen en pie, aportando a nuestra más íntima esperanza.

Lamentablemente no nos hacemos la misma pregunta sobre nuestra conexión con la comunidad. Creo que la metáfora de los fuegos artificiales me ayudará a explicarlo. Por un lado, detesto la violencia de las explosiones, las noticias de niños sin dedos y la basura en los barrios después del carnaval de pólvora. Pero, por otro lado, es hermoso, por ejemplo, celebrar en los parques del malecón y ver toda la bahía de Lima y su caótico espectáculo de luces y colores. Es como si la alegría de cada vecino de esta infinita ciudad se expresara por encima de los edificios, levantando la mano para decir presente. Aunque a diferencia de un estadio o una protesta callejera, donde el bullicio expresa cierta armonía de expectativas, en ese momento se hace evidente el carácter fragmentado de nuestra sociedad. Cada quien está enfocado en su juego y quiere pintar sus proyecciones en el cielo, ninguno tiene idea de cómo contribuye a esa pintura celestial que cubre la ciudad por unos minutos. Somos un pueblo dividido que avanza apoyado en el entusiasmo de sus individuos, pocas veces encontramos en el gran colectivo –que apenas somos– esa atmósfera que deberíamos cultivar para hacer posible el progreso virtuoso entre el todo y sus partes.

Ojalá en el futuro estas fiestas nos provoquen una ansiedad nacional insospechada y nos encuentren más integrados como pueblo, más inteligentes para procesar nuestras discrepancias. Haciendo ronda. Felices fiestas.


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