Desde el inicio de su gobierno había más de una denuncia en contra de Alejandro Toledo. Una tuvo especial relevancia en mi vida profesional. En el 2004 me tocó la tarea de estar al frente de una investigación sobre la denuncia de falsificación de firmas del entonces presidente para la inscripción de su partido. Meses previos a ese trabajo me tocó colaborar con una organización cuyo lema era la verdad ante todo, para crecer como sociedad, para curar las heridas. Eran tiempos de trabajo de la Comisión de la Verdad. Esfuerzo que siempre consideraré necesario e imprescindible en nuestro país. Cuando apareció el caso de Carmen Burga, entonces principal testigo de la falsificación, dispuesta a contar su testimonio, se presentó también la necesidad de contar con el apoyo de un equipo de abogados para su defensa. Qué mejor apoyo legal que uno de parte de una organización que tenía experiencia en ese tema y espíritu fiscalizador. La respuesta, sorprendentemente, fue un rotundo y decepcionante no. Era, dijeron, el momento de apoyar la democracia. ¿Y la verdad, que tanto se pregonaba? Se postergaba para otro momento. Momento que nunca llegó.
Comparto lo que en su momento fue una profunda decepción personal y periodística, no con ánimo revanchista, dadas las últimas revelaciones sobre Toledo, sino como la revelación de un hecho que, como muchos otros que siguieron, no debe volver a pasar. Aquellos que todavía creemos en la lucha contra la corrupción y el Estado de derecho tenemos la obligación de desterrar la nefasta práctica “para mis amigos todo, para los enemigos la ley”. El doble rasero que tanto daño como país nos hace.
La verdad será siempre el norte en el periodismo y el principal insumo en una sociedad democrática que se respete.
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