La indignación de ayer, de pronto, se convirtió en lástima. Se han olvidado ilícitos, mentiras y traiciones. La responsabilidad más grande que contrae un ciudadano es el honor de servir a su país como su presidente, por lo que una falta grave obviamente es traicionarlo. La traición no solo puede suceder durante los años de gobierno, sino, como se viene conociendo, en el camino de llegada a ese poder. Humala y Heredia, según la Fiscalía, lo hicieron financiados por fondos ilícitos, provenientes de una dictadura a la que hasta hoy le queda fuerzas para destrozar a su país, y por un cartel de constructoras frente a las cuales quedaron hipotecados. ¿No era eso una traición anticipada para todos los peruanos?
Los nacionalistas Humala-Heredia fueron actores políticos de oposición en suelo peruano con fondos extranjeros, con un discurso social en el que no creían. Peor aún, gran parte de esos fondos no sirvieron para llegar al poder, sino –y sobre todo– para un enriquecimiento familiar que no se obtuvo con el trabajo.
Sin embargo, cuando la justicia detectó todo lo anterior, incluida una bien diseñada arquitectura de desvíos de fondos y contratos falsos para “lavar” ese dinero, y se procedió a tomar una decisión preventiva, a un sector de peruanos, simplemente, les da pena.
Es legítimo cuestionar y no coincidir, probablemente, con algunos puntos de la orden judicial, pero incluso en medio de una posible severidad, se utilizó el Código correspondiente para dictarla. Anteponer la conmiseración a la responsabilidad revela, una vez más, nuestro casi tradicional doble estándar.
Siempre será penosa la cárcel. Más dolorosa y frustrante, sin embargo, es la impunidad cuando la justicia peca de inocente, en vez de ser, con la ley, severa. Si se trata de un presidente y una primera dama, es más saludable aún para la democracia.
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