Desgarrador, en medio de la tragedia, el grito de una pequeña: “¿Por qué, Diosito, por qué nos castigas de esta manera?”. Qué difícil explicar a esta pequeña y otras víctimas que lo sufrido no proviene de una causa divina, sino del resultado de sobrevivir en un país marcado por la informalidad, en el que la palabra prevención se resiste a instalarse en el vocabulario de muchos. La factura la estamos pagando y muy caro.
Varios de los damnificados de esta emergencia no son solo víctimas de los huaicos, también lamentablemente de su propia indolencia y de las mafias de traficantes de terrenos que no podrían subsistir sin la complicidad de municipios y otras entidades del Estado.
Durante 15 años, como ha recordado el experto en temas de desastres Julio Kuroiwa, se ha trabajado en la elaboración de un mapa de zonas vulnerables en todo el país. Mapa en el que se indica con precisión los cauces de quebradas, zonas proclives a inundaciones, sitios peligrosos para tsunami o terremoto. Si sobre ese mapa se colocan recientes imágenes aéreas, se advierte con alarma cómo estas zonas de alto peligro están ocupadas y con tendencia a seguir creciendo. Probablemente algunas han sido arrasadas por los últimos huaicos, pero quedan muchas más.
La gestión de riesgo de desastres es política de Estado desde 2010, y desde 2012 es obligación aplicarla; sin embargo, muchos municipios se resisten a hacerlo. Pasada la emergencia deberán responder por ello.
No puede volver a pasar lo mismo. Que la nueva generación de peruanos, de la que forma parte la desesperada niña de Chosica, no construya casas en medio de cauces de quebradas o de ríos. Ni las lluvias, ni los huaicos matan, sino nuestra desidia. Aprendamos algo de lo sucedido.
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