Una decena de mujeres son asesinadas cada mes en manos de sus parejas y no estamos alarmados. Un miserable viola a una joven en una discoteca de Santa Anita y, de manera insólita, todo el salvaje ritual es grabado con pulso casi profesional. En el video incriminatorio se escuchan vivas al violador, otros que se acercan solo le piden que se vaya a otro lado para seguir con la vejación y el camarógrafo sigue grabando. Ninguno lo detiene.
Nos hemos acostumbrado tanto a la violencia del machismo que parecemos vivir anestesiados frente a la bestialidad que nos rodea. El acoso callejero y las hostilizaciones sexuales en los buses son hechos cotidianos, tanto como los golpes que una mujer puede recibir porque la comida estuvo fría. La violencia sigue en ascenso, y alcanza sus picos más altos en la violación a menores de edad (Perú ocupa el tercer lugar en el mundo con más altos índices de casos denunciados por este delito –solo imaginemos los no denunciados–) y el feminicidio, el extremo letal de todas estas violencias.
Mientras todo esto pasa, en la casa, el trabajo o grupo social, seguimos alimentando patrones machistas, olvidando que es tarea de todos desterrarlas.
En medio de tanta frustración hay, afortunadamente, hechos que nos devuelven la confianza. La multitudinaria marcha Ni Una Menos de agosto del 2016 gritando a todo pulmón que los peruanos no estamos dispuestos a seguir callando y el reciente libro de Teresina Muñoz Najar “MORIR DE AMOR, un reportaje sobre el feminicidio en el Perú”, en el que Teresina, a través de historias reales de víctimas, cifras estadísticas de terror, así como el aporte de expertos en temas psicológicos y sociológicos, nos enrostra cuán peligroso es ser mujer en el Perú. La indiferencia también mata.
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