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Mi esposa ha venido al programa de televisión como todos los viernes y me ha acusado ante un sicólogo argentino, y ante el público numeroso en el estudio, de que soy un cochino y nunca me cambio las medias ni las lavo y que cuando hacemos el amor, lo que es tremendamente infrecuente, apunta ella, provocando más risas del público, no me quito las medias apestosas que despiden un olor rancio que casi la deja desmayada o inconsciente.
Por si fuera poco, y al advertir que su denuncia es festejada por el público y me pone en serios aprietos, me ha acusado también de llevar siempre puestos tres pares de medias, las mismas medias para dormir, para escribir, para salir a caminar, para ir a hacer el programa, unas medias pestilentes que, según ella, no me cambio nunca y solo me quito cuando me ducho, lo que, ha añadido con mucha gracia y una pizca de rencor, no ocurre todos los días sino cada tanto, según mi humor errático.
He sido expuesto en la televisión como un hombre sucio, cochino, inmundo, apestoso, y además rácano, avaricioso, alguien que no se compra medias y las usa viejas y agujereadas y que somete a su familia a la contaminación de unos olores viciosos, derivados de sus pésimos hábitos de higiene.
No he podido defenderme de tales acusaciones porque no carecen de fundamento y, mal que me pese, tienen asidero real. He sido desnudado en público, mis miserias han quedado en evidencia, he sentido las miradas fisgonas de la audiencia tratando de escudriñar cuántas medias llevo puestas y cuán espesos son los olores que ellas despiden. No he podido desmentir ni rebatir las envenenadas observaciones de mi esposa porque son todas ciertas. Sí, llevo siempre tres pares de medias azules, gruesas, algunas con huecos. Sí, no me las cambio y no encuentro ocasión propicia para meterlas en la lavadora. Sí, hacemos el amor muy esporádicamente, pero no porque ame de un modo lánguido o renuente a mi esposa sino porque mi energía sexual tiende a apagarse como un bombillo muy usado, y sí, cuando eso raramente ocurre no puedo despojarme de las tan mentadas medias que me previenen de un seguro resfrío. Sí, es cierto que sin medias no puedo dormir, no puedo escribir, no puedo cumplirle en la cama a la señora. Sí, todo eso es verdad y tengo una explicación ante cada cargo que me ha sido imputado y que ha lesionado severamente mi reputación.
Antes quisiera hacer la salvedad de que mis medias no apestan tanto como dice mi esposa. Creo que en ese punto ha exagerado, como también ha desfigurado levemente la realidad cuando ha dicho que me baño día por medio. Me baño todos los días, pero no me lavo el pelo todos los días porque tengo pavor a quedarme calvo como los abuelos y los tíos de la familia, sin mencionar a mi padre, que murió casi calvo, ya no digamos algunos de mis hermanos, que si les queda un mechón apático debe de haberles sido implantado con sigilo, y no alcanzo a lavarme los pies porque tengo la barriga tan abultada que cuando intento tocarme los pies solo llego a las rodillas, más abajo no.
En televisión, y sin que nadie me creyera, dije que mis medias no olían tan mal como se había dicho con una cuota graciosa de insidia. Pero al día siguiente fui a la peluquería y le pedí a una dependienta boricua que me cortara las uñas, una operación que me resulta ardua cuando no imposible porque como llevo dicho ya no llego a tocarme los pies, y al quitarme los zapatos sentí una vaharada espesa, tóxica, que trepó de mis medias guerreras y nos sumió a la mujer y a mí en un pasmo mudo. Pues sí, era verdad, mis medias apestaban a tal punto que la noble señora boricua atinó a ponerse una mascarilla que le cubría la boca y la nariz y me hizo comprender que algo tenía que hacer urgentemente al respecto para no perder a mi esposa y mi hija.
No es tan fácil, sin embargo, encontrarle solución a este problema. No es que no disponga de más medias en el ropero, tengo muchas pero no puedo usarlas porque son demasiado delgadas y sé que me resfriaría y estoy tan delicado de los pulmones y los bronquios que un resfrío mal curado podría costarme la vida. He probado usar medias más delgadas, nuevas, sin huecos, de estreno, pero todas ellas me dejan los pies congelados y el espíritu en desasosiego o sobresalto y así no se puede vivir. Solo las medias gruesas, apestosas, con agujeros, me abrigan como sin duda merezco y me conceden un extraño placer que no sabría explicar con palabras. Podría lavarlas, sí, pero eso tomaría un par de horas, y ¿qué se supone que debo ponerme en los pies esas dos horas? Podría comprar medias idénticas a aquellas, claro, pero eso no es posible porque me las compró la nana peruana conocida como Mama María en una tienda de descuentos de Nueva York. Las ha buscado afanosamente en tiendas similares de Miami pero no las encuentra. Las he querido pedir por correo pero no las ofrecen, no hay más, están descontinuadas. Por eso me aferro a ellas como el fanático religioso a la fe de sus mayores, como el vicioso a la bebida o las drogas, como el onanista a la pornografía: no me quiten mis medias azules que se despierta el sicópata que llevo dentro y se parece mucho al sicópata pistolero que se agazapaba dentro mi padre. No me quiten mis medias apestosas que saco una pistola de la caja fuerte y empiezo a disparar tiros al aire como hacía mi padre cuando le exigía explicaciones en tono airado a Dios. No me quiten mis medias tiesas, corrompidas, fétidas porque ellas son ya parte de mi cuerpo, mi piel, mi ADN.
El sicólogo argentino, que no se quedaba corto de palabras, le ha dicho a mi esposa en televisión que debe renunciar a su aspiración de que me cambie las medias y debe encontrar la manera de comprarme tres pares más, de modo que pueda lavar las que apestan y tener unas idénticas de recambio que no comprometan mi salud ni agiten al sicópata que yace en estado de duermevela dentro de mí. Mi esposa, acicateada por los aplausos del público, por las risas estruendosas de otras mujeres que celebraban que se me linchase moralmente porque acaso ellas quisieran hacer lo mismo con sus maridos que les trafican olores innobles en la intimidad, no ha desmayado en el tono agridulce de sus denuncias y ha escalado en acusaciones explosivas y ha dicho que bueno fuera que solo me apestaran las medias, el problema es que no sé complacerla como es debido en nuestro lecho conyugal y que cuando ella se encuentra dispuesta a recibir, yo me quedo tendido, en posición horizontal, y a veces boca abajo, y le manifiesto mi deseo de recibir mi cuota antes que ella. Mi esposa ha estallado en medio de las carcajadas generales: Mi marido es un cochino con tres pares de medias apestosas y encima se pone en cuatro y me pide que le meta mis consoladores, ¡qué clase de matrimonio es este! Yo me he replegado en un mohín pudoroso, he encajado el golpe y le he dicho amor, te prometo que lavaré las medias, pero te ruego encarecidamente que no me pidas que deje de ponerme en cuatro, que tú sabes bien que eso me procura un placer inefable.
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