Jaime Bayly,Un hombre en la luna
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Se me ha nublado un poco el panorama. Viajé a Panamá, solo, a comprar pastillas para dormir, pero regresé con una enfermedad respiratoria que me ha tenido con una tos convulsiva, dificultades para respirar y grandes tormentos para dormir. Era tal mi desesperación que bajaba a la piscina y me quedaba dormido allí, con mi cabeza apoyada sobre un flotador. Era una angustia porque no me entraba el aire a los pulmones. Me apliqué los antibióticos más potentes y no sirvieron de nada. Corto de aliento, con tos recurrente, fui todas las noches al iglú que es el canal de televisión y, no sé cómo, conseguí hacer los programas en directo.
Podría describir mi estado general de salud como uno de depresión crónica. No quiero ver a nadie, no quiero salir de mi cuarto, no respondo llamadas ni correos electrónicos. Nada me da ilusión, ni ir al cine, ni ver algún partido de fútbol, ni leer alguna novela de Marías, ni mucho menos viajar a ninguna parte. He cancelado viajes a Barcelona, Buenos Aires, San Juan, y todo porque no encuentro fuerzas para salir de casa.
El viaje a Panamá fue nefasto. Fui tres días a comprar pastillas. A la vuelta, en la cabina del avión, se me metió el bicho malo que me tiene al borde del colapso. No debo viajar más en avión. La última vez que me enfermé así de mal fue por ir a Playa del Carmen a visitar a mi mamá.
Las siluetas de la familia se difuminan, se diluyen, se cubren de una pátina de niebla que las hace inciertas. Mi madre no me escribe más, yo tampoco, se me ha declarado la guerra fría y estoy dispuesto a publicar La sagrada familia, aunque esa testarudez me cueste millones de dólares. No me importa. Mis novelas, cada una de ellas, definen lo que soy, y no voy a renunciar a la ilusión de publicar una novela que tantos años me ha costado solo porque mi madre está anclada en sus viejos prejuicios religiosos. Mis hermanas y hermanos se confunden en una meseta feliz en la que son tantos y se agitan con tanto alboroto que prefiero verlos de lejos, recordarlos, y ciertamente me da orgullo lo bien que los muchachos han hecho las cosas.
Pero la familia está diezmada, apocada, ya no más mi madre, ya no más mis hijas mayores, ya uno se va resignando a que en esta casa somos tres, Silvia, Zoe, yo, y el resto pertenece a un pasado que se aleja paulatina, gradualmente, y nos acostumbra, a ellas y a mí, a no vernos, a que pasen un año, dos, tres, y no vernos, y por supuesto cada tanto recibo un correo electrónico de mis hijas que, delicadamente, sutilmente, plantea cuestiones de dinero, unas cuestiones que me dejan herido porque me quedo con la certeza de que no quieren verme, pactar una reunión conmigo, solo conseguir dinero a expensas de mi culpa de padre ausente.
Mientras tenga plata, repartiré plata, qué mas da, no quiero que mis hijas me recuerden como un padre tacaño, avaro, mezquino. Que se den la gran vida a mis expensas y que prescindan de mí para todas las celebraciones, viajes y juergas.
Mi respiración cavernosa, el eco que prosigue a mi respiración pedregosa, la tos virulenta y satánica que me ha hecho expectorar sapos y culebras y creo que hasta fetos de mes y medio me tienen en estado de coma profundo. No me muevo de la cama. No como, no leo, no me interesa nada, solo procuro darle a mi respiración un poco de aire limpio que airee mis pulmones que, como los del ‘Puma’, están masivamente infectados de tantos viajes en avión.
La posibilidades de un regreso a Lima, dadas mis circunstancias de salud, parecen improbables. Todas las señales que recibo de mi cuerpo me dicen que me queda poca vida y esa vida deseo vivirla aquí, en la isla, en compañía de Silvia y Zoe, alejado de toda la parte tóxica y manipuladora de la familia, y por eso he dispuesto que, a mi fallecimiento, mis cenizas sean echadas discretamente al mar de Key Biscayne.
Silvia, alarmada por el deterioro de mi salud y mis grandes esfuerzos por respirar, me va a internar en una clínica de desintoxicación. No soy optimista. Lo más probable es que me escape. Pero estoy tomando quince dormonids cada noche y eso a ella le parece suicida. He cumplido ya mis tareas. He sido escritor. He sido padre de tres hijas maravillosas que no serán hermanas, qué más da, no se puede ganar siempre. He trabajado treinta años en televisión. He ahorrado algún dinero.
Ahora, antes de que estas crisis respiratorias acaben de ahogarme, me aferro a la ilusión de viajar el próximo verano a la isla de Ischia, no a Capri, no a Positano, Ischia, y quedarme en el hotel de cinco estrellas y esperar la muerte tranquilo, sin miedo, con la seguridad de que viví una vida libre y no tuve éxito porque no me fueron dados los dones de los elegidos. No quiero el éxito, quiero la calma, las noches sin ataques de tos, quiero, si no es mucho pedir, unos días en Ischia, solo, sintiendo que mis pulmones todavía no están en la miseria.
Antes, por supuesto, en octubre, iremos a Disney a que la bella Zoe sea feliz. Espero que la salud me acompañe y no desmaye en esas jornadas de gran excitación.
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