22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

Mi primera hija nació cuando yo había cumplido veintiocho años. Tuve tanto miedo de ser padre que estuve a punto de escapar a otro continente. Mi segunda hija nació cuando tenía treinta años. Alegué que no podía vivir con mi esposa y mis dos hijas porque era un escritor. Mi esposa se fue a vivir con las niñas lejos de mí. El trauma de la separación no me hizo un buen escritor, solo me obligó a viajar más a menudo. Mi tercera hija nació cuando yo acababa de cumplir cuarenta y seis años. No tuve miedo, no quise escapar, me sentí en condiciones de quedarme viviendo con mi nueva esposa y nuestra hija. Algo había aprendido de mis fracasos anteriores y por eso contraté a varias nanas. Han pasado casi cuatro años y las cosas han funcionado bastante bien. Mi esposa no me ha dejado y yo puedo escribir en una casa llena de mujeres de todas las edades, una casa que mis hijas mayores prefieren no visitar. ¿Por qué me resultó tan traumático ser padre las primeras dos veces y tan tranquilo y placentero la tercera y creo que última vez, dieciséis años después? No lo sé, pero puedo aventurar algunas conjeturas. En aquella época atormentada pensaba que siendo bisexual no debía tener descendencia porque sería un mal padre y mis hijas se avergonzarían de mí. Ahora pienso que una cosa no tiene nada que ver con la otra y que las preferencias sexuales de un individuo no definen sus aptitudes para ejercer la paternidad. En esos últimos años de mi juventud no tenía plata y pensaba que una persona en apuros económicos no debía tener hijos porque hacerlo sería una irresponsabilidad que condenaría a sus hijos a pasar penurias que nadie merece. Ahora me digo que la paternidad me obligó a ser menos irresponsable, a trabajar, a ganar dinero y ahorrar, de manera que nadie pasó las penurias que imaginé y tal vez las habría pasado yo mismo de haberme quedado solo, sin hijas, aferrándome al pueril argumento de que un artista debe vivir solo y no tener hijos porque sus verdaderos hijos son su obra creativa. También me asustaba la absoluta oscuridad con la que veía mi futuro como aspirante a escritor. Sigo viendo las cosas igual de oscuras o más, pero ya no me asustan y acepto tranquilamente que hay escritores geniales y luego estamos los otros, los que escribimos en las sombras. Dicho esto, y a pocas semanas de cumplir cincuenta años, estoy bien seguro de que no quiero ser padre una vez más. Ya serlo tres veces y con dos mujeres me ha metido en unos líos de los que aún no consigo salir. Pero no me quejo, así está bien. Tengo bastante plata, la suficiente para no tener que trabajar el resto de mi vida y dedicarme a escribir y viajar y esperar a que me visiten mis hijas, que no me visitarán a menos que se trate de mis funerales, y mi esposa y yo somos buenos amigos y hemos aprendido a compartir nuestros momentos felices y también los otros, los más sombríos, los desencuentros y extravíos, incluso los secretos mejor escondidos, el otro cuerpo que acaso deseamos y estaríamos dispuestos a compartir en el altar sagrado del amor y el erotismo. Sin embargo, no quiero tener más hijos porque a mi edad aumentan bastante las probabilidades de tener un hijo discapacitado, autista, y ya conmigo tenemos bastantes discapacitados en la casa, y porque mi esposa y yo somos haraganes y dormimos hasta mediodía y no queremos seguir trayendo nanas que nos suplanten como padres mientras nosotros nos rendimos y caemos dormidos sin vergüenza ni culpa. En ese punto, el del sueño, confieso que soy un mal padre, un pésimo padre, uno muy egoísta. No he podido dormir con ninguna de mis hijas en la cama, si se pasan a mi cama me perturban tanto que simplemente no consigo dormir ni una hora. ¿Por qué? No lo sé. Pero siendo bipolar como soy, y propenso a depresiones melodramáticas, casi suicidas, y vacío de toda fe religiosa, un mamífero que se aferra a sus nervios y sus músculos a falta de un alma que se me escapó cuando tenía veinte años, necesito malamente dormir mis horas para ser, con suerte, un padre regular tirando a discreto. Lo he vivido con mis hijas mayores en nuestros viajes de vacaciones a la nieve o las playas y lo sé bien: cuando no he dormido soy un tiranuelo con el ánimo irritado y la paciencia muy corta, y cuando he dormido diez horas me río de todo y estoy dispuesto a pagarlo casi todo. Con lo cual me queda claro que a mis tres hijas les conviene sobremanera que yo duerma tanto o más que ellas, pues así se aseguran de tener a un padre indulgente, dadivoso, liberal en grado sumo, un padre que no hace preguntas ni impone reglas morales y paga calladamente y hasta con disimulado gozo. Todo lo que viajé con mis hijas mayores, solos los tres, sin nanas, me educó a tal punto en mis penosas limitaciones genéticas, que ahora sé que las mejores vacaciones con mi hija menor consisten en quedarnos en la casa y dormir cada uno en su cuarto, ella con sus nanas, mi esposa con sus enamoradas y enamorados que la acosan y con mi segura y babosa devoción, y yo con mis tapones en mis oídos y mis tres pares de medias y mis frascos de somníferos. Cada uno hace su vida y entre cinco y seis de la tarde nos encontramos en el comedor de la cocina y jugamos a ser una familia feliz y luego cada uno se repliega en sus territorios y acomete las empresas que mejor asocia con la felicidad. No somos una familia comunista, colectivista, somos una familia individualista, incluso capitalista, en la que cada miembro desea tener más capitales que el resto y en la que prevalece un ambiente de sana, y a ratos tensa, libre competencia. Cada uno compite por ser más feliz que los demás, aun a riesgo de que nuestra felicidad sea la desdicha de los otros, como me ha pasado tantas veces con mis padres y mis hermanos, a los que he fastidiado con unos libros que, al mismo tiempo, me han procurado la sensación de estar viviendo una vida menos incompleta, menos vacía, más riesgosa y aventada. No he sido nunca, y creo que ya estoy viejo para cambiar, un padre intervencionista, uno que trata de regular la vida de sus hijas con el afán malsano de que ellas se parezcan a él o sean lo que él ha imaginado estúpidamente que ellas deberían ser. Soy un individuo tan tonto, tan lastrado por sus fracasos y consciente de sus limitaciones, que me abstengo de decirles a mis hijas lo que deben hacer con sus vidas, y a veces intuyo que si me hicieran caso terminarían tan confundidas como he vivido yo la mayor parte del tiempo. Por eso creo que la mejor manera de no enfangarlas en el pantano en que malvivo es respetando celosamente su libertad y dejando que ellas hagan con sus vidas lo que les dé la gana, aun si eso supone que me vean una vez cada dos años, y apuradas, y mirando en la pantalla de la tableta o el móvil lo que otra persona les escribe, una persona que compite conmigo y me derrota y humilla. Pronto mi hija menor también tendrá celular y tableta y ordenadores de tres tamaños y hablará conmigo en las burbujas de alguna pantalla de éter y yo me enteraré del lugar en el que está y con quién se divierte mirando sus fotos espléndidas, colgadas en un sitio virtual. Soy un fracaso como padre y sin embargo creo que mis hijas pudieron haber tenido peor suerte.

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