25.NOV Lunes, 2024
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Opinión

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Cuando mis dos hijas mayores decidieron irse a estudiar a universidades en Nueva York, no me lo consultaron: me lo notificaron. No me preguntaron si podía pagar cinco mil dólares al mes por cada universidad: me pusieron al corriente de que eso sucedería, me gustase o no.

En aquel momento ya había ocurrido la ruptura familiar y mis hijas y yo no teníamos ningún diálogo. Su madre, rapazmente, le había sacado un millón de dólares a mi madre para comprarse una casa. No corta en ambiciones, le pidió una suma millonaria para pagar las universidades de mis hijas. No quería dignificarme pidiéndome dinero; entonces, le lloraba a mi madre para que, además de comprarle casa, pagase las universidades. Y le exigía que todo eso ocurriese en secreto, sin que yo me enterase, de manera que las personas allegadas pensaran que eran mi ex esposa y su familia quienes estaban pagando la educación de mis hijas.

Por suerte, casi por casualidad, mi madre y yo hablamos por teléfono, cosa que nunca hacemos, y me enteré de esa intriga, una más, y le rogué que no pagase ninguna universidad y le dije que yo me encargaría de esas cuentas. No sabía yo, entonces, que mi ex esposa ya le había sacado casa a mi madre. Pero me parecía injusto que mamá pagase las universidades de mis hijas. Al menos logré detener a tiempo que esa injusticia se perpetuase y mi ex esposa siguiera manipulando a mi madre.

Desde entonces, 2012, hasta la fecha, finales de 2014, comenzó el baile de las universidades. Son dos universidades a corta distancia en la parte norte del estado de Nueva York. Respecto a lo académico, cada una cuesta cinco mil dólares mensuales. En gastos de mis hijas, debo abonar dos mil quinientos más al mes. Y luego están los gastos imprevistos que surgen generalmente de viajes de vacaciones. En resumen, y para no marear, cada hija me cuesta 100 mil dólares anuales. Los he pagado puntualmente y sin quejarme, y con la esperanza de que, si lo hacía, ellas dejarían ir el rencor contra mí por una pelea horrible que tuvimos en el 2010 y me perdonarían y tendrían ganas de verme y acaso nos encontraríamos.

Por eso, cuando, además de generarme todos esos gastos, apenas ingresaron en las universidades, me pidieron que les comprase un auto, accedí. Procuré que fuera un auto de precio intermedio, pero ellas, dignas hijas de su madre y su abuela, se empecinaron, y no negociaron, en que tenían que ser unas camionetas del año, americanas, las mismas que siempre habían manejado su madre y su abuela, que, según me informaron, costaban 40 mil dólares cada una. Hice un último esfuerzo para que comprasen un auto de 20 mil y no una camioneta de lujo de 40 mil, pero mi sugerencia fue casi un agravio para ellas y me hicieron saber que era la camioneta o nada. Pues mandé los 80 mil dólares. Pero antes les dije que quizá podía ir a comprar las camionetas con ellas o pasar una semana juntos disfrutando de las camionetas nuevas, una sugerencia que me parecía razonable dado que estaba cediendo en todo y me hacía tanta ilusión verlas, pero se me dijo en términos ambiguos que, si compraba las camionetas, tal vez nos veríamos luego, y, una vez compradas, se me informó de que había muchos compromisos académicos y no podían verme. La frase aprendida, de batalla, era: No estamos preparadas para verte.

Todo lo he pagado por adelantado. Este semestre está ya pagado, los gastos personales de ellas también han sido cubiertos. Se me pidió más dinero para mudarse a un departamento mejor, se envió el monto a regañadientes, pero se envió. Se me pidió más dinero para ir a Londres y no a Lima en las vacaciones de julio, y el dinero para el viaje a Londres, no poco, fue enviado.

¿Por qué he cedido siempre en todo? Primero, porque me devora la culpa, pues en el 2010 cometí una injusticia muy fea con ellas como consecuencia de una pelea con la loca de su madre. Segundo, porque he tenido hasta ahora la ilusión de que cediendo, mandando plata, ellas accederían y nos veríamos de nuevo, y todo volvería a ser como antes. Tercero, porque las quiero y, si puedo colaborarles a que la vida les resulte más liviana, encantado. La estrategia, sin embargo, no ha funcionado. Ellas han conseguido estos últimos años todo lo que me han pedido y yo no he podido pasar con ellas siquiera una semana, porque simplemente la evitaban, la aplazaban, la cancelaban, preferían irse a otra parte.

Hace unas semanas les envié un correo invitándolas a mi cumpleaños 50. Los cumpliré en febrero. Les dije que quiero cumplirlos en esta isla, en esta casa, con ellas y mi hija menor, Zoe, mis tres hijas reunidas por primera vez, y con Silvia, mi esposa. No hubo respuesta. Envié el correo dos veces más. No hubo respuesta. No se me dijo nada. Hubiera preferido que se me dijera no iremos, o iremos pero no queremos ir a tu casa y preferimos verte en un hotel, o podemos encontrarnos en Nueva York y celebrar los tres sin tu esposa, a la que odiamos. Pero no respondieron nada para no dignificar a Silvia. ¿Cómo se me podía ocurrir que ellas pasarían la tarde de mi cumpleaños 50 con la mujer trepadora que rompió la armonía familiar quedando embarazada de mí y con la niña que es su hermana renegada, una niña a la que no ven como su hermana, sino como una intrusa o una mancha en la familia?

Su silencio me entristece. Entiendo que no las veré en febrero por mi cumpleaños. Entiendo que no las veré antes ni después. Entiendo que detestan a Silvia (ellas creen que Silvia se dejó embarazar para asegurarse un dinero de por vida y no tener que trabajar) y menosprecian a Zoe y no se rebajan a hacerse una foto con ellas. Entiendo que se sienten superiores. Entiendo que no perdonan que hace cuatro años me enamorase de Silvia y la dejase embarazada. Ellas son así, tal como yo: rencorosas, no perdonan.

Muy bien, mis hijas mayores no vendrán a mi cumpleaños. Tampoco es para perder el aliento y echarme a llorar revolviéndome en una tumbona y abanicándome. No pasa nada. Las extrañaré, será raro, pasará el día y la vida seguirá. Pero, a fin de año, este diciembre, ¿debo mandarles 50 mil dólares a cada una para el semestre que viene o, si ellas no vienen a mi cumpleaños, es justo que tome la represalia de privarlas de ese dinero? La ley me ampara. En este país, los padres no tenemos obligaciones económicas con los hijos una vez que cumplen 18 años. O sea, legalmente estoy autorizado a castigarlas por no venir a mi cumpleaños y hacerme ese desaire. ¿Lo haré? No lo sé. Por un lado, me digo que merecen una sanción. Por otro lado, me digo que, si no me quieren ver, menos querrán verme nunca si no les mando la plata en diciembre y que, si les mando la plata en diciembre, quizá se ablanden en febrero y vengan un par de días para cumplir. Por último, me digo que es una pena que haya terminado siendo un padre tan desastroso, digno hijo de mi padre.


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