Beto Ortiz,Pandemonio
bortiz@peru21.com
Ningún político es mi amigo. He entrevistado a cuatro de los últimos cinco presidentes de la República. El que me falta está preso y el INPE jamás lo va a autorizar. Los políticos son gente extraña. Los he entrevistado a todos pero no quiero ser amigo de ninguno. Me hace gracia la familiaridad con que, cada mañana, me saludan en el set. Yo los recibo fríamente: con el aire acondicionado al máximo. Los refrigero. Igual les encanta venir. Tanto, que algunos llaman para que los invite. Odio cuando hacen eso. Soy mal anfitrión. Solo les brindo un vaso de agua. En casos muy excepcionales, un café. Durante comerciales no converso, leo los diarios. Con los políticos hay que hablar lo mínimo indispensable. Intento tratarlos de tú para despojarlos de su pompa. No siempre lo logro. Tutear a Martha Hildebrandt me tomó varios años de escucharle decir: “¡ Deje de ustearme !”. Respeto a Martha Chávez cuando se niega a darme entrevistas. Nos detestamos. Me parece honesto. Marisol Espinoza y Álex Kouri me han regalado corbatas, Susana Villarán me ha convidado un pescadito frito en el municipio, he salido a almorzar con Ana Jara (y he pagado la cuenta), y Nadine me ha invitado a tomar el té. Dudo que se deba a que soy muy guapo. Conozco la casa de Don Isaac, la de Keiko, la de Rómulo y la de Alan, y he cenado con Toledo en La Trattoría en el 2000, en un impago festín rociado de vinos alemanes. Después, su gobierno me hizo la vida a cuadritos, dejándome bien aprendida la lección de que ningún político es tu amigo.
¡Cuánta ternura me inspiran los chicos que toman las calles para protestar! Digo “los chicos” porque la mayoría de los que salen en las fotos lo son, aunque también los hay entraditos en carnes, indignados cuarentones, veteranos de mi promo, algunos enteritos, otros ya un tantito desmondongados. No los satanizo ni los desaliento, los contemplo con una sonrisa de esperanza en el mañana. Protestar está muy bien, es lo que toca cuando se es joven: gruñir y rabiar, organizar vigilias y plantones, desafiar, embanderar, desalambrar, preguntar de qué se trata para oponerme. Pero tampoco me nacería posar con la pizarrita acrílica bajo el mentón. Ni siquiera salir al balcón del Bolívar, bastión de la defensa de la democracia, con un pisco sour en la mano a hacerles barra. No sé muy bien cómo explicarlo sin que se ofenda el fan club de Mónica Sánchez, niña símbolo de todas las luchas y de todas las causas, de las pastillas Te amo, Quitadol, del NO, de las narices azules de la buena onda y de los pañales Huggies con Active-Sec. Que me perdonen mis amigos resistentes, militantes, combativos pero… paso. Tomar la calle. Yo ya lo hice varias veces y sé muy bien que salir a hacer laberinto contra toda la injusticia de la tierra al mismo tiempo y chivatear confundidos todos: la Trinchera Norte, Chollywood y el MHOL, francamente, sirve solo de catarsis, por no decir de histeria colectiva. Detesto ser aguafiestas, pero la Marcha de los 4 Suyos hubiera sido absolutamente infructuosa sin el providencial cataclismo de los ‘vladivideos’, alucina.
Tomar la calle. Yeah, right. Ya lo hice cuando no existía Internet, y salir a pegarla de Daniel Cohn-Bendit del Parque Universitario ni siquiera te garantizaba, como hoy, celebridad automática, relanzamiento o resurrección, decenas de followers nuevos, notas abridoras en los diarios web y, con un poco de suerte, la adrenalina de convertirte alguna vez en tendencia en Lima, en trending topic. Tengo la sensación de que volver a hacerlo, volver a corear consignas del tipo ¡ Y va a caer, y va a caer !, a estas alturas del partido sería un poquito hippie de mi parte (un poquito hipster, me corrige la new generation en Twitter. Lo siento, no es igual). En resumidas cuentas: me parece que salir a robar cámara alzando los brazos entre acorazados policías con escudos sería un poco demasiado chiquiviejo. Soy reportero desde fines de los 80 y he aspirado en esta vida más gases lacrimógenos que todo el Movadef junto. Suficiente. Ya no estoy para esos trotes. Los jóvenes a la horda y los viejos a la rumba. Ya sé que uno nunca tiene la edad que consta en el DNI, que la verdadera edad es la del espíritu. Perfecto. Pero si hoy, con los dieciséis años que tengo en el corazón, se me diera por ser punk y me fuera a la peluquería a que me hicieran un radical corte mohicano, ¿qué pasaría? Primero: me quedaría el penacho más triste del mundo porque tendría un huecazo ridículo al medio, y segundo: todo el mundo se preguntaría: ¿Y de qué comparsa del corso de Wong se escapó este tío? ¿Enloqueció? Hay una edad para cada cosa, mozalbetes. Disculparán que no me sume a su rave, descarga, flashmob o como demonios se llame. Será que mi oficio consiste, la mayor parte del tiempo, en renegar y amargarme la vida inventariando todo lo que no camina, todo lo que se pudre, todo lo que está hasta el cien. Será que me dedico a eso desde hace décadas que ya no me resulta tan novedoso ni tan cool como a ustedes. ¿Quieren ustedes quejarse? Adelante, quéjense. Dedíquense a eso. Pero no sin antes preguntarse: ¿de qué se quejan tanto, quejumbrosos? ¿Tan cagados estamos? ¿En serio les angustia tanto la Defensoría? ¿Sabrán todos los que protestan con sus mascaritas de V for Vendetta –yo tengo una– para qué cuernos nos sirve el Tribunal Constitucional? Será que yo vengo de unos tiempos de mierda absoluta, y si los comparo con lo que ustedes viven hoy… el país que les tocó en suerte, créanme, es la fucking Disneylandia, princesitas.
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