En conferencia con los periodistas extranjeros, el presidente Humala aseguró que el asunto del espionaje chileno no quedaría sin consecuencias. “No tener una respuesta es una respuesta”, espetó a las autoridades chilenas el mandatario. Pues bien, la diplomacia chilena contestó y dijo lo que siempre ha dicho: ni admite ni consiente prácticas de esa naturaleza, aunque a reglón seguido asegura que continuará investigando.
Los peruanos debemos indignarnos ante situaciones que se han repetido con el país del sur en nuestra historia republicana, pero mucho más coraje y vergüenza, como dice Cecilia Valenzuela en su columna de El Comercio, debemos sentir cuando descubrimos que aún tenemos miembros de nuestras Fuerzas Armadas capaces de traicionar su propia naturaleza y a su patria.
Más allá de los asuntos delicados en el manejo de la diplomacia, cuyo magnífico trabajo reciente tuvo como corolario un impecable fallo en La Haya, el jefe de Estado, militar por formación, debería elevar su indignación y su acción al enfoque del problema de fondo. Hay que preguntarnos con valentía: ¿qué está fallando en nuestra esencia para que miembros de las fuerzas tutelares sean capaces de venderse por unos cuantos dólares? Países con historias cruzadas, con historias de guerra, han buscado, siempre, olfatear en los asuntos secretos del otro. Y seguirá ocurriendo. Pero eso no se soluciona pechando al otro, sino combatiéndolo con inteligencia y valores. Si queremos ser mejores que ellos, debemos hacer una revisión de nuestras fragilidades institucionales, que son, al fin y al cabo, las que permiten que tengamos sujetos dispuestos a vender su país por unas cuantas monedas, olvidando, por completo, su compromiso y juramento de defender los intereses nacionales hasta con su vida.
Explicaciones a Chile debemos exigirle por el espionaje, pero es nuestra obligación confrontar una bochornosa realidad. La mayor vulnerabilidad está en nuestra propia casa. No podemos evadir esa responsabilidad.
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