Empiezo esta columna diciendo que es miserable alegrarse cuando un compañero pierde su puesto de trabajo. Jamás celebraré una situación de desventaja de un colega, aunque no coincida con su línea de pensamiento ni comparta su comportamiento y excesos. Me parece inmoral cualquier trinchera fanática de odio, de derechas e izquierdas, de religiosos y agnósticos, de ideologías progres o trasnochadas.
Detesto a los que se alzan como moralizadores y se golpean el pecho, mientras destruyen honras y vidas de inocentes, como aquellos que, creyéndose dueños de la verdad absoluta, dividen el mundo entre sus adeptos y los otros. Me da náusea el que, elevando la bandera de la honestidad y consecuencia, resulta el mayor de los ladrones o de los perversos.
Las peleas personales entre periodistas o medios de comunicación no aportan, sino buscan ganar en ríos revueltos como el que hoy desafía al país.
Abajo las trincheras de odio. Las opiniones siempre serán subjetivas, pero los argumentos deben ser veraces y los datos comprobables. Los medios y quienes representamos a esos medios sabemos que estamos más expuestos al escrutinio en cada uno de nuestros actos y pronunciamientos. Habrá seguidores y detractores, pero no podemos perder nuestro centro de gravedad. No estamos permitidos de caer en el simplismo de la descalificación y el insulto. Usemos el razonamiento para responder, sin perder la paciencia. Basta de dividir, coleguitas. Digan lo que quieran con la racionalidad que nos impone hablar a masas, a través de un micrófono. Tenemos una gran obligación: cada cosa que digamos tiene una consecuencia. La libertad de opinión debe respetarse por sobre todas las cosas, pero de verdad, verdad, no tenemos derecho a aprovecharnos de la desinformación y de la ignorancia, al darla. Aportemos al debate, no destruyamos la esperanza de vivir en una sociedad más igualitaria en la que tratemos con respeto al otro, por más diferente que sea. Nada más.
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