Lima es la segunda ciudad desértica con mayor concentración de población. La primera es El Cairo. En San Isidro, en promedio, se consume al día 447 litros de agua; en San Juan de Lurigancho, 15. Es un buen ejemplo que evidencia la inequidad y la falta de empatía en la que vivimos. Cuando falta el agua para “casi todos”, por desastres provocados por la naturaleza (que no es tratada con respeto al dejar que existan viviendas en laderas y quebradas donde pasarán los huaicos cada temporada de lluvia, además del arrojo sistemático de desperdicios en cuencas), se repetirá de manera exponencial el impacto de esta furia que responde a la acción del hombre, no de Dios, como asegura alguien basado en la ignorancia, para provocar temor entre mucha gente desinformada.
Mientras le demos la espalda a la madre naturaleza, lloraremos la pérdida de vidas, asentamientos arrasados, por inacción de un Estado endémicamente laxo, por nuestra cultura de mano extendida e inmediatista. Los fenómenos de El Niño están documentados hace miles de años. Nuestros sabios ancestros, pese a no tener las herramientas científicas de hoy, hicieron mejor las cosas. Aprendieron a convivir con la naturaleza, no a desafiarla.
La cuenca amazónica del Perú tiene el 97% de agua de nuestro territorio. A la costa solo llega el 2%, y Lima concentra el tercio de toda la población nacional.
Si no combinamos políticas nacionales con esta realidad, el grito de “tengo sed” acabará con nosotros. Necesitamos un verdadero REVOLCÓN CULTURAL para adaptarnos. Son necesarios planes regionales sensatos, mejoramiento del uso del agua, más bonos de reubicación para que la gente se traslade a espacios planificados. Una oportunidad para que cuando LA NATURALEZA HABLE, demostremos que la empezamos a entender. Aterricemos la verdadera importancia de estos dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno. Sin agua, ¡NO hay vida! ¡Seamos conscientes y hagamos lo necesario!
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