Hace unos meses, tuve la oportunidad de asistir invitado al World Economic Forum en Davos, Suiza, para dar un par de conferencias acerca de cómo una actividad económica como la cocina podía convertirse en una actividad de efectos muy positivos en diferentes campos. Di mis conferencias y en 24 horas estaba de retorno a Lima, solo que esta vez la sensación del deber cumplido –que normalmente siento en los viajes relámpago en los que represento al Perú– me había abandonado.
Por el contrario, en las 14 horas del vuelo de retorno a casa, fui invadido por una sensación general de frustración, vacío e impotencia al recordar y reflexionar acerca de lo vivido en Davos. Y es que allí todo el poder mundial, una vez más, se había reunido para discutir acerca de los grandes desafíos económicos, políticos y sociales de la humanidad. Allí, intelectuales brillantes, empresarios multimillonarios, presidentes de las principales potencias mundiales, líderes de los más representativos organismos internacionales estaban reunidos de vuelta, hablando y hablando, discutiendo y discutiendo acerca de cuáles eran las soluciones para acabar con todos los males de la humanidad: el hambre, la guerra, las enfermedades, la tiranía o la desigualdad, como si no supieran cuáles eran los caminos para enfrentarlos. Como si no quisieran aceptar que allí, en ese mismo instante, con todo su poder, si es que hubiera habido la voluntad de hacerlo, podían haberse puesto de acuerdo en enfrentar de forma radical y definitiva cada uno de estos problemas. Pero no. Una vez más lo que primó fue una supuesta sensatez y pragmatismo vestido de buena voluntad. Una vez más, los peligros de un desequilibrio de lo establecido y de lo existente primaron sobre lo evidente, sobre el dolor del hambre y de la guerra –que, en el papel y al pie de los nevados suizos, nunca apuran ni duelen tanto como apremian y duelen a quien le toca vivirlos–. Pero que no se me entienda mal. No quiero ser injusto ni con el encuentro, muy importante por lo relevante de los debates, ni con sus asistentes, que en su inmensa mayoría estaban allí con la firme voluntad de generar cambios definitivos. No. Solo pretendo poner sobre la mesa una realidad incuestionable. Que todos los que se encontraban ahí podían hacer mucho, pero mucho más de lo que se discutía y hacía, simplemente porque contaban con la herramienta para hacerlo: el poder. Escribo esto en plena COP20 y viene a mi memoria la sensación dejada en el último encuentro realizado en Río de Janeiro hace ya un tiempo. Una sensación parecida a la vivida en mi avión de retorno a Lima. El mundo expectante en el futuro del planeta sintió, de pronto, que allí se habló mucho, pero se hizo nada o poco. Y, de pronto, ante aquel vacío y frustración, los niños se decidieron a hablar y los jóvenes –con todo derecho, es su futuro en juego– salieron a las calles a reclamar, mientras detrás, escondidos y avergonzados, los mayores, salvo Pepe Mujica, solo atinaban a callar.
Hoy el mundo tiene los ojos puestos en lo que se decida en Lima, Perú, acerca del futuro de la tierra. Hoy, una vez más, los poderosos del mundo están reunidos para discutir las soluciones que protejan a nuestro planeta de su extinción teniendo en sus manos la solución, sabiendo de antemano –sin necesidad de discutir mucho– cuáles son los pasos que hay que dar, las batallas a enfrentar, los cambios a implementar si es que se quiere de verdad detener el desastre… Pero saben también que esos cambios implicarían consecuencias que afectarían directamente a los intereses y batallas de corto plazo de otros que no son necesariamente grupos de poder defendiendo su posición de dominio, además de tener impacto en todo un sistema de cuyo día a día dependen millones de personas en todo el mundo. Es cierto. No es fácil tomar decisiones como las que se tienen que tomar hoy en Lima. Por ello, es importante que hoy quienes negocian nuestro futuro sepan que allí afuera estamos todos listos –consumidores, empresarios, trabajadores– para hacer cambios radicales en nuestras vidas si con ello lograremos salvar a nuestro planeta de la extinción. Y es justamente por ello, porque cuenta con el respaldo de la humanidad, que hoy, una vez más, el poder tiene la oportunidad de enfrentarse a la realidad y esta vez hacerlo sin temor, de mirarse al espejo de este sistema que hemos creado y de no rehuirle al daño que con él le hemos causado a la Tierra, nuestro hogar.
Hoy, una vez más, con todos los problemas y costos de corto plazo que ello acarrea, los poderosos del mundo pueden corregir los errores que la humanidad cometió en el pasado, de manera que hoy los que aquí vivimos podamos reconstruir el camino para los que vendrán en el futuro. ¿Es posible que esto ocurra? Esto lo sabremos en tan solo unos días. Si hubo menos palabras y más acción. Si es que, al final, los niños no hablaron, los jóvenes no marcharon, los mayores actuaron.
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