Son tres los ingredientes esenciales para una buena cocina: el amor, el conocimiento y la libertad. Gracias al amor, la buena cocina se vuelve sentida, generosa, profunda. Gracias al saber, adquiere precisión, equilibrio, consistencia. Gracias a la libertad, se llena de personalidad, de magia, de vida. Como el amor materno, la buena cocina no conoce de odios, rencores ni revanchas. Como el eterno aprendiz, observa, escucha, dialoga, comprende. Como el niño libre, explora, juega, vuela.
Es el amor que llevamos dentro el que acude siempre al cuaderno de dulces versos a los que la abuela llamaba recetas. Es el conocimiento el que descifra con respeto y agradecimiento su verdadero sentir. Es la libertad la que vuelve a la vida aquel recetario urgido de respirar y comprender los aires de su tiempo para volver a sentirse amado. Los sabores más sentidos de nuestra infancia, el recuerdo de un pastel generoso a la puerta del horno, la profundidad de un guiso hecho por una madre que nos cuidó y dio abrigo… todos son momentos que cobran vida gracias al amor, el saber y la libertad.
Tres ingredientes cuyo destino es vivir juntos por siempre. Separados no existen, distanciados caminan inexorablemente hacia el hoyo más temido de toda buena cocina: la indiferencia. Y es que una buena cocina, por ejemplo, no puede, por un lado, gritar a los cuatro vientos el amor que la inspira y, al mismo tiempo, derrochar arrogancia afirmando que la suya es la mejor receta del mundo. Una hermosa pieza de carne rostizada con depurada técnica no podrá emocionar jamás si no está impregnada de la amorosa paciencia de nuestras abuelas y, por supuesto, si no tiene ese sello personal de libertad que la volverá inolvidable. El amor, el conocimiento y la libertad, tres ingredientes esenciales para una buena cocina y, por supuesto, para el buen vivir.
Vivimos hoy momentos de efervescencia política. Ante la llegada de las próximas elecciones, los partidos de siempre alistan primero sus misiles antes que sus ideas, mientras que los nuevos y valiosos talentos se preparan para entrar a la contienda y defender con vehemencia sus creencias. Sobre el campo de batalla, se trazan líneas antagónicas, fronteras irreconciliables, estrategias para la victoria. No son tiempos ni de ideas ni programas, ni mucho menos de acuerdos comunes. El objetivo no es abrazar la política en su verdadera esencia, aquella que busca construir una sociedad pacífica y libre que se abraza en torno a objetivos comunes. El objetivo es ganar la batalla, tomar el poder. Y en el medio de las balas, cañones y bayonetas, la inmensa mayoría de peruanos condenados a observar con resignación una guerra que no entienden y que saben que lo único que logrará es alejar una vez más ese sueño por el cual se levantan cada día a luchar. El sueño de una vida llena de momentos de amor, progreso y libertad.
Tres ingredientes a los que la política – la mala, no la buena política – suele acudir para legitimar sus discursos cargados de verbo, para enarbolar banderas en la defensa de causas superiores o para justificar ideologías y creencias por encima de otras con el único objetivo de ganarse el respaldo de su pueblo a la hora del voto y lograr finalmente alcanzar el poder, olvidando en el camino que ese amor que profesan por su pueblo debe ser verdadero, que esa bandera ideológica que abrazan debe nutrirse de la realidad y desafíos de su tiempo, y que esa libertad a la que suelen acudir debe defenderse sin condiciones. Olvidando que son estos los tres ingredientes más poderosos para el buen vivir y, por ende, para la buena política, para el buen gobierno y para la construcción de una nación pacífica, tolerante y próspera, si es que estos son blindados de aquellos sentimientos y acciones a los que la mala política suele someterlos alejándolos de su poder como valiosas herramientas de futuro para convertirlos en peligrosas armas de manipulación, desperdiciando con ello la oportunidad de reencontrarse con aquel camino que la inmensa mayoría de peruanos esperamos que emprendan aquellos que nos gobernarán en los próximos años. Un camino en el que el amor por la patria es capaz de superar las batallas y heridas políticas del pasado, que sabe conciliar y encontrar puntos en común en aquello que parece irreconciliable, consciente de que solo juntos y unidos en un mismo sentimiento se pueden emprender enormes desafíos como los que le tocarán vivir al Perú. Un sendero que pone al saber y el conocimiento de nuestra realidad por encima de nuestra ideología, a la comprensión de los desafíos y esperanzas de nuestro pueblo por delante de nuestras esperanzas, y al análisis humilde y profundo de otras verdades y creencias por más alejadas que puedan estar de las nuestras. Y a su lado, a paso firme, las banderas de la libertad en toda su dimensión. Aquella que es capaz de defender la opinión, fe u opción contraria con el mismo fervor con el que defendería la propia si se viese amenazada. Aquella que condena sin miramientos ni contemplaciones cualquier forma de dictadura, sea de derecha o izquierda. Aquella que defiende, por encima de todo, la voluntad de cada uno de nosotros para creer, para crear, para avanzar libremente. Tres ingredientes que, como en el buen vivir, representan en sí mismos todo aquello que la mayoría de peruanos queremos encontrar en nuestros políticos, sean estos jóvenes o maduros, noveles o experimentados, de izquierdas o de derechas. En cada uno de sus discursos, sentir la transparencia, honestidad y el perdón del noble amor. En cada una de sus propuestas, saborear el pragmatismo, la objetividad y la verdad del conocimiento. En cada una de sus banderas, abrazar la tolerancia, el respeto y la fe de la libertad. Ojalá que así sea.
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