22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

Casi podríamos decir que fue un alivio escuchar a mi neuróloga diagnosticándome depresión crónica aguda y recetándome una tabletita diaria de Anapresín de Laboratorios Bagó inmediatamente después del opíparo almuerzo que pediré una vez más al anexo 124 del room service del hotel en el que habito.

Beto Ortiz,Pandemonio
bortiz@peru21.com

Luego de haberme escuchado monologar como en mis peores faenas de late night show, me dijo que lo que ocurría conmigo era que carecía mayormente de motivaciones, desafíos, vida afectiva, pareja, familia, expectativas y planes para el fin de semana, para fiestas patrias, para el futuro mediano y, también, para el más largo. Que lo que estaba haciendo era manejar mi existencia como un carro en neutro, sin necesidad de encender el motor, como quien dice haciendo muertito, protagonizando una repetitiva rutina con la sonrisa más o menos estúpida de un campeón olímpico de nado sincronizado, planeando sin ton ni son como una bolsa plástica al viento, conformándome con pasar con once o con diez punto cinco… En suma, no siendo del todo chicha ni del todo limonada, no siendo fu ni tampoco fa.

No me lo dijo así, pero me lo dijo.

Pero la doctora insistió en el tema del aislamiento, la pérdida, la alienación, el duelo, la falta de motivación, la escasa autoestima, la inmadurez emocional, el desapego, el desarraigo, el desgano, el escepticismo, el cinismo, el narcisismo y el existencialismo, pero insistió sobre todo en la certeza de que había experimentado una considerable pérdida o deterioro en la capacidad humana de placer o, mejor dicho, de disfrutar el placer. No porque este ya no exista (porque debe existir) sino porque se ha dejado súbita, y más o menos inexplicablemente, de gozarlo. Y no estamos hablando de sexo reiterativo, maníaco, insulso o intrascendente. O no solamente de sexo, en todo caso, sino también de comida, música, cine, lectura, viajes, deportes, shopping y, también, por supuesto, conversación, trabajo, creación y todo aquello que uno supuestamente disfrutaba haciendo y ya no disfruta igual. Por ejemplo, escribiendo porque ya no escribo. Por ejemplo, leyendo porque ya no leo nada que no sea el fucking teleprompter. Por ejemplo, elucubrando ideas descabelladas y llevándolas a cabo contra viento y marea, aunque a nadie le hagan gracia o aunque nadie las entienda, o llevándolas a cabo precisamente para que a todo el mundo le llegue al left egg. Por ejemplo, diciendo las cosas que me gustaba decir y que ahora me da más o menos igual si las digo o si no las digo o si mejor las dice alguna de mis co-conductoras que tienen tantas ganas de decirlas y yo tan pocas. Porque, además, si las digo como tendría que decirlas, como a mí me gusta decirlas, en buen francés, seguro que nos quedamos de nuevo todos sin trabajo y buenas noches los pastores. Bah. Si una flor cae de la rama, a esa rama no volverá, pero la flor de tu amor, esa no se caerá.

Para terminar, la destacada especialista en males cerebrales congénitos y otras demencias me dijo que era necesario someterme a una resonancia magnética con espectroscopía, a una medición de índices neuropsicológicos y a un eco-doppler de carótidas en Laboratorios Roe, todo lo cual le permitirá determinar con algún grado de precisión si –considerando que hace cuatro años que ingresé a la edad del deterioro cognitivo– estoy ya comenzando a tener los primeros síntomas de lo que te conté (o todavía). No olvidemos que, en mis días miamenses, mi ex amigo El Turco siempre se burlaba de mis frecuentes distracciones domésticas llamándome “memento de mierda” en alusión al nombre de aquella película sobre la amnesia en la que el protagonista se tatuaba toda su información vital en distintas partes del cuerpo: nombres, direcciones, números de documentos de identidad, números de teléfonos. Imposible. Los tatuajes no se hicieron para los gordos. Thank you very much. No pienso tatuarme absolutamente nada.

Sostiene la citada galena que, en mi caso, yo me olvido de las cosas porque ando demasiado distraído. Porque, en el fondo, no me interesan, porque me valen madre o me valen verga, porque lo que me dicen me entra por acá y me sale por allá. Porque lo que me dicen me importa tanto como me importa el mundo en particular y en general. Que si me dijeran no te olvides que hay un millón de dólares en efectivo esperándote en tal parque, enterrados al pie de tal árbol, debajo de tal piedra, jamás me lo olvidaría pero, como nada de lo que me dicen me interesa gran cosa, me olvido de las citas, de los almuerzos, de las grabaciones, de los cumpleaños, de las promesas, de las últimas fechas de pago y hasta de los mismísimos polvos pendientes que he coordinado con tanto primor y anticipación. Afirma además que, dado que tengo un nivel de expresión verbal por encima del promedio, será complicado establecer si la fluidez de mi discurso es la misma de antaño o si ha mermado porque, aun si estuviera disminuyendo, los cambios serían apenas perceptibles por cuanto se supone que hablo o hablaba un poco más bonito que el común de los mortales que, en promedio, habla hasta el culo.

Y lo primero que se afecta cuando “eso” pasa es justamente la palabra que, pa’ concha, es mi materia prima.

Lo bueno es que, por el momento, no se me nota. O no se me nota mucho, por lo menos. Y ese es, a final de cuentas, el secreto de mi indiscutible éxito provincial: que todo lo que soy no se me nota o no se me nota mucho en realidad. Aunque es verdad que ya no escribo nada porque me da flojera, siendo esta especie de parte de batalla lo primero que estoy escribiendo en los últimos seis meses, sin contar algún articulito para el diario o el guión de algún documental que, por supuesto, no cuentan porque se supone que eran chamba, y lo que se escribe como chamba nunca cuenta. Y, últimamente, todo lo que signifique escribir, leer, pensar, decidir, insistir, comprometerse, enamorarse, fajarse, apasionarse, mojarse, conmoverse, indignarse, carcajearse, encabronarse… me da una flojera indómita, pero no una flojera de ociosidad, sino una especie de omnipresente y gigantesca y atmosférica flojera de la vida. La buena noticia es que todo eso desaparecerá mañana, como por encanto, después de haberme tomado mi tabletita diaria de Anapresín de Laboratorios Bagó inmediatamente después del opíparo almuerzo que pediré, una vez más, al anexo 124 del room service del hotel en el que habito.

* Epílogo: Esto que les narro me ocurrió más de un año atrás. Luego de googlear un poco para averiguar los efectos secundarios de los fármacos antidepresivos, decidí continuar nomás con mi existencia en neutro, muertito y perfectamente Hakuna Matata, y no tomar ni media pepa de nada, ni regresar donde mi neuróloga, ni hacerme ninguna de esas pruebas de resonancia, eco-doppler o como mierda se llamen. ¿Total? No estaré elegante, pero estoy triste, dijo el poeta Juan Gonzalo mientras se colaba a una fiesta de etiqueta. ¿Total? Mi elegancia es la melancolía.


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