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Opinión

A Silvio, mi marido, le debo la vida. No exagero: me conoció hace seis años, cuando yo estaba deprimidísima, gordísima, echada al abandono, tomando veinte pastillas cada noche, a ver si quedaba dormida del todo y no despertaba más para verle la cara lánguida al angurriento de mi marido de entonces, Osvaldo, el argentino.

¿Por qué estaba tan mal? Porque había descubierto que Osvaldo me quería solo por mi dinero y ya no me deseaba, no me miraba con intención, no maliciaba mis carnes fofas de vieja loba de mar. Yo llevaba años casada con mi argentino y él me había sacado todo lo que quería: su apartamento en Buenos Aires, su carro alemán, buena plata en sus cuentas de Miami y Montevideo. Ya no nos amábamos, no nos daba ilusión viajar juntos.

Osvaldo viajaba con su mamá, tenía adoración por ella, y usaba las tarjetas con la comodidad de saber que yo las pagaría. Y yo pagaba calladita, sin quejarme, soñando vanamente que él volvería a ser el potro chúcaro, brioso, que me cabalgaba cuando nos conocimos, una tarde que fui a darme masajes en el hotel Plaza de Buenos Aires y él me atendió y desde entonces me hice adicta a sus manos y su habilidad para jinetearme.

Lamentablemente, Osvaldo se me achuló y quería que yo me matara anonadada de pastillas. Me daba más y más pastillas, se reía cuando me veía caerme de lo dopada que estaba, se burlaba cruelmente de mí. El muy vividor pensó que yo moriría y él se quedaría con todo.

Pero no fue así, gracias a Silvio no fue así. Porque el destino quiso premiarme con el amor de este muchachito que ahora tiene apenas veintiséis años, y yo soy una gorda con cincuenta años y cien kilos (antes de echarme perfumes y cremas).

Silvio me conoció en una feria del libro, escuchó mi charla catatónica, hizo una cola y aguantó paciente y me pidió que le firmara mi novela, y apenas lo vi tan machito y a la vez tan sensible, tan musculoso y tan curioso, tan agarradito maceta y tan intelectual moderno, caí rendida de amor y sentí que me estremecía un rayo de luz bienhechora y obraba un milagro en mi sistema de desagüe y baja policía y el clítoris se me ponía tan duro, tan tieso, que era casi un pene y el tamaño de mi madreperla en expansión fácilmente superaba al del pistacho ajado de mi Osvaldo.

Enhorabuena dejé al argentino. Tuve que indemnizarlo, pero me lo saqué de encima y me convertí en la esclava, súbdita, geisha adiposa de mi Silvio. Nunca nadie me ha montado tan sagazmente como Silvio. Es un campeón. Merece un premio ecuestre.

Ni mi primer marido Sandro, que murió alicorado en un choque en la Costa Verde con un ciclista borracho de nombre Yordi Yordano, ni mi segundo marido Osvaldo, me supieron chancar como Silvio. Sandro prefería la bebida al sexo y cuando estaba ebrio o achispado o beodo, ya no se le ponía dura la tripita y a veces yo me rebajaba a soplársela a ver si renacía y él se quedaba dormido y yo me sentía una auténtica soplapollas, era una humillación, algo inenarrable. Y de Osvaldo, qué puedo decir, al comienzo me cumplía, era rendidor, pero luego se fue replegando, volviendo apático, desganado, renuente, y ya no me quería machucar y yo me ponía calzones de Victoria Secret tamaño XXXL o panty negras a ver si lo erotizaba, pero era en vano, él prefería encerrarse como un enfermo a ver pornografía, y eso me dejaba tristísima y con ganas de morir intoxicada.

Hasta que Silvio se me apareció en una feria del libro, bendita mi suerte. Desde entonces no he vuelto más a una feria del libro, ya conseguí lo que estaba buscando, ya me gané la lotería. Y me la he ganado dos veces: cuando mi madrecita, que está en el cielo, falleció, dejándome su fortuna porque soy hija única, y cuando Silvio lo dejó todo y vino conmigo a esta isla tropical.

No sé si somos felices, creo que sí, eso siempre es relativo, debatible, lo que sé es que Silvio me cumple todas las noches, todas, sean domingos, feriados, navidades, Fiestas Patrias, él siempre me busca, me tienta, me humedece, me toca y retoca, me da vuelta y tuerce y retuerce, me abre y entreabre, me coge con lujuria animal, bestial, como si recién me conociera, como si fuese nuestra última noche y al día siguiente se nos acabara el mundo. Me singa parejo, me pisa y me tiempla, me chanca incansable en primera vuelta y balotaje, me obstruye y taponea todos los orificios, me susurra indelicadezas deliciosas, me deja muda, ahíta, bruta, revirada, atónita, sin saber cómo me llamo, quién diablos soy, con el orto perforado como si fuera el túnel del Chapo Guzmán, una obra maestra de ingeniería.

Soy tan feliz con Silvio que solo decirlo me da pudor. Y no me da vergüenza decir las cosas como son: no, no trabajamos, y no estamos buscando trabajo, y dormimos diez horas diarias y además hacemos la siesta, él todo al natural, sin pastillas, y yo medicada, por supuesto. Porque gracias a Silvio, que me ha llevado a tantos doctores, ahora sé que soy bipolar y tomo no sé cuántas pastillas carísimas para evitar mis manías de grandeza y mis depresiones misérrimas, casi suicidas, y ya voy acostumbrándome a caber con comodidad en mi cuerpo fofo de vieja loba de mar. Estos años con él han sido los mejores de mi vida, qué duda cabe. Hemos viajado tanto, tratamos de ir a Europa los meses del verano, evitamos el frío como la peste, casi no vamos a Lima, preferimos Nueva York y Los Ángeles, que nos quedan más cerca.

¿Qué hace Silvio? Va al gimnasio, toma clases de yoga, corre tres millas diarias, es vegano, toma jugos de espinaca con coco o de lechuga con banana, come y excreta en raciones mínimas, se avienta unas diez o doce latas de cerveza mientras mira videos cómicos de Youtube y se muere de risa, a la noche me acompaña al cine a ver alguna película, ya nos da igual si es buena, mala o regular, vemos toda la cartelera porque salir nos airea y hace bien. Y a la noche se convierte en mi potro, mi potrillo, mi poni, y me monta y cabalga y me sujeta del pelo como si fuera la rienda corta y tira con fuerza y me golpea el lomo con un látigo, el de sus manos ardientes, y me olvido de que soy una vieja fofa y por un momento me siento una ricura, un bomboncito, un cuero fino. Después cada uno duerme en su cuarto, es mejor así. Mi Silvio se duerme a la media hora de haberme saturado los orificios, Dios lo bendiga y le preserve el sueño pueril, y yo tomo a escondidas unas pastillas que no le confieso y me hacen dormir como una vaca después de pastar y dejarse ordeñar.

Teóricamente, Silvio está escribiendo un libro sobre cómo ser vegano y bajar de peso, y yo estoy escribiendo una novela contando mi azarosa vida sentimental, cómo pasé de ser una señorita reprimida a la gorda putona que soy ahora. El problema es que nuestros libros no avanzan, están estancados: los comenzamos hace cinco años y Silvio está en el segundo capítulo y yo solo he escrito ocho páginas porque no encuentro tiempo para la literatura y me tienta más ir a la piscina y bañarme calata tomando vino helado canadiense y fumándome un porrito con Silvio. Y no, no somos adictos, pero fumamos un cachito cada tarde, no por dependencia, sino por independencia: nos eleva el espíritu y atiza el humor y, al mismo tiempo, nos independiza de los idiotas, los imbéciles, los mamertos, toda esa vasta población de bobos, papanatas, mentecatos y tontilocos que están siempre al acecho para poner zancadillas a nuestro buen pasar y enfangarnos en el lodo de su memez y cretinismo.

Qué buena vida nos damos Silvio y yo. Espero que esto dure veinte años más, si no es mucho pedir. Yo ya me gané la lotería dos veces y la tercera sería que Silvio me acompañe hasta mi último estertor, que no es lo mismo que eructo, no se me entienda mal. Y ya le he pedido que mi epitafio diga: “Aquí yace una yegua que supo hacer buen uso de sus orificios”.

Jaime Bayly
http://goo.gl/jeHNR


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