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Opinión

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No mucho tiempo atrás, una amiga argentina, ex modelo, empresaria de éxito a la que había entrevistado en sus tiempos de modelo, me escribió un correo electrónico pidiéndome que entrevistase a un general paraguayo, candidato a la presidencia de su país. El general, ya retirado, había derrocado a un veterano dictador, ocupado la jefatura del ejército, escapado al exilio, pasado años en prisión acusado de golpista y ahora volvía con bríos, dispuesto a ganar las elecciones con un discurso conservador, de mano dura, sin hacer concesiones a la izquierda populista que campeaba en la región.

Con cierta resistencia, porque ya no me tentaba tanto entrevistar a políticos como en otros tiempos de mi carrera, y veía con desconfianza a cualquiera que fuese militar o ex militar, le escribí a mi amiga diciéndole que no me parecía una buena idea, porque no sabía nada de la política paraguaya, nunca había estado en ese país y me temía que una entrevista con el general sería plomiza y aburrida para los estándares mínimos de un programa de entretenimiento que aspiraba a marcar cada noche buenos números de audiencia. Mi amiga, sin embargo, insistió, y tanto me rogó que invitara al general que, más por ella que por él, al final cedí y me comprometí a recibirlo en el programa; aunque dejé constancia de que, según fuera mi humor aquella noche, lo que era impredecible y solía depender de las pastillas que tomase, podía hacerle una entrevista amable u hostil, y le advertí que si el general se declaraba aliado, simpatizante o amigo de los espadones de La Habana y el fantasmón de Caracas, el diálogo se tensaría y yo trataría de darle un buen revolcón; pero la ex modelo me juró que el general me caería bien y su discurso de derecha conservadora estaba reñido con la prédica demagógica de los fantoches de izquierda, enemigos de la libertad, a los que casi todas las noches yo trataba de ridiculizar, escarnecer y vapulear en el programa.

El general era un hombre de corta estatura, impecablemente vestido, peinado hacia atrás con fijador, y sus modales eran refinados y amables, quizá demasiado amables, y tanta amabilidad parecía ya sospechosa de ser falsa, impostada, una pose para ganar adeptos y triunfar en las elecciones. A su lado, la ex modelo, mucho más alta que él, llamaba la atención por su pelo largo, rubio y brillante, y su cuerpo lleno de intenciones e insinuaciones. El general me dio un fuerte apretón de manos, me hizo acordar a mi abuelo, que me apretaba tan severamente la mano que a veces me dejaba preocupado, pues no sabía si tanta virulencia para sacudirme la mano era señal de afecto o crispación o rudeza o qué, y me miró a los ojos con una mirada tranquila, risueña, confiada, como si estuviera seguro de que la entrevista sería placentera para ambos y exenta de asperezas o entredichos, algo de lo que yo no estaba tan seguro. Con la modelo nos abrazamos y prometimos que nos veríamos un fin de semana para ir a la playa, pero yo sabía que esa promesa era, por supuesto, una forma educada de mentirnos, pues no iba a la playa con ella ni nadie.

Antes de que comenzara el programa, el general me entregó, con cierta pompa o reverencia, una caja negra, pesada, que contenía un libro voluminoso de tapa dura: su flamante plan de gobierno. No tenía tiempo de leerlo siquiera atropelladamente o en diagonal antes de la entrevista, así que le prometí que lo leería ese fin de semana, lo que, por supuesto, era otra mentira más, una forma educada de agradecerle tan inútil obsequio. Dejé la caja cerrada sobre la mesa del programa y pasé a entrevistarlo. El diálogo, desde mi punto de vista, no careció de interés, precisamente porque, como había prometido mi amiga, el general descargó una poderosa artillería verbal contra la izquierda populista y autoritaria de la región, y en particular contra los sumos sacerdotes de esa izquierda impresentable, los achacosos tiranos de La Habana y el papagayo de Caracas. No resultó arduo que el general y yo nos hiciéramos amigos, y yo le dijera que veía su candidatura con simpatía, y él me invitase a su toma de mando si ganaba las elecciones, lo que las encuestas daban como algo probable y él, como algo seguro. Nos despedimos con un abrazo y me dijo:

–Le ruego que lea mi plan de gobierno.

–Lo leeré esta misma noche –prometí.

Al llegar a casa, me quité el traje y la corbata, limpié mi rostro de maquillaje, me puse ropa de dormir y me eché en la cama. Por vaga curiosidad, dispuesto a aburrirme, abrí la caja que me había regalado el general, saqué su plan de gobierno y empecé a leerlo sin ningún interés, muy a vuelo de pájaro, someramente, pasando las páginas deprisa. Grande fue mi sorpresa cuando, nada más llegar a las páginas centrales de esa encuadernación lujosa, apareció un fajo de dólares comprimido por una delgada liga de jebe. Quedé pasmado, no lo podía creer. Le enseñé el dinero a mi esposa, lo contamos, eran diez mil dólares en billetes de cien que olían a nuevos, apretados por un papel sellado del banco HSBC de Asunción. ¿El general había dejado por descuido ese dinero en su plan de gobierno? ¿El dinero era para otra persona, no para mí, y se le había confundido o traspapelado? ¿O era un soborno para que le hiciera una entrevista amable y apoyara su candidatura, lo que por otra parte había ocurrido de un modo espontáneo, desinteresado, sin que yo supiera que dentro del mamotreto había miles de dólares? No sabía qué hacer, nunca había estado en una situación parecida, la de recibir una coima sin siquiera darme cuenta. No quería humillar a mi amiga argentina, que seguramente no sabía de la existencia de ese dinero escondido dentro del libro, y cuya relación con el general no era para nada clara a mis ojos: ¿era su amiga, su amante, su asesora de prensa, exactamente qué? Le escribí diciéndole que el general había olvidado un sobre de valor en la caja que me regaló, pero ella me contestó enseguida diciéndome que el general ya había partido esa misma noche, en avión privado, de regreso a su país, y estaba segura de que todo lo que había en esa caja era para mí, lo que me dio a entender que ella sí sabía que, además del plan de gobierno, había un fajo de dólares. No quise insistir. Metí los dólares en la caja fuerte y me quedé pensando en lo que debía hacer con ese dinero. Me sentía sucio, avergonzado, como si hubiese querido recibir una coima, pero la verdad era que me la habían dado sin que me diese cuenta, y ahora no sabía cómo devolverla, o si tenía sentido devolverla, estando el general en Asunción y mi amiga indispuesta a recibir nada. Lo hablé con mi esposa y acordamos que lo mejor sería dividir la plata entre nuestras tres empleadas domésticas, dos de ellas ilegales, y el jardinero guatemalteco, también ilegal, en cuatro partes iguales, sin decirles que se trataba de la extraña donación de un general paraguayo que quería ser presidente de su país. Una vez que aprobamos el plan, me sentí más tranquilo y esperé a que llegara el lunes para repartir los dólares entre el personal doméstico.

Lo peor, sin embargo, estaba por ocurrir. Ese fin de semana, dos días después de la entrevista con el general y nuestro abrazo prometiéndole que le visitaría cuando fuese presidente, leí en las noticias que el helicóptero en que viajaba se había desplomado a tierra en medio de una feroz tormenta de noche y el general y sus acompañantes habían perdido la vida. Todo así, de pronto, sin darme tiempo de entender nada: primero la entrevista, luego el hallazgo del dinero, enseguida la noticia de que el general estaba muerto, despedazado, carbonizado, un fin de semana brutal que me recordaba que nada en la vida tenía sentido y todo era un circo absurdo y a menudo trágico.

El lunes, mi esposa y yo repartimos los dólares entre las empleadas y el jardinero como habíamos acordado, pero me guardé cuatro billetes de cien y compré dos botellas de champán y, a medianoche, después del programa, tendidos frente a la piscina, todavía tristes y aturdidos por la insólita cadena de eventos que habíamos atestiguado, brindamos por la memoria del general caído.


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