22.NOV Viernes, 2024
Lima
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Opinión

Estando en Lima, mi madre Dorita decidió pasar su cumpleaños número setenta y cinco en Madrid, en el departamento de su hermano, y por eso anunció que pasaría un par de días en Miami, visitándome camino a Madrid, así el vuelo se le hacía menos tedioso.
En vísperas de su partida, le pregunté si quería quedarse en el hotel caro o en el más económico de la isla. No lo dudó, eligió el hotel barato, la habitación más austera. De paso me dijo:
– Van a llegar a tu casa seis frascos de aceite de marihuana que he comprado en Amazon, ya sabes que me hacen maravillas en la piel y me quitan las manchas.
No me sorprendió, ya sabía que mi madre se aplicaba aceite de marihuana regularmente, ya habían llegado a la casa los frascos que ella pedía cada tanto.
En efecto, los seis frascos de aceite de cannabis, tamaño extra grande, llegaron un día antes de que llegase Dorita. Guardé un par para mí y dejé cuatro en la caja para ella.
Dorita llegó contrariada porque había perdido su celular en el avión y recién se dio cuenta cuando estaba en la camioneta con el chofer que envié a buscarla al aeropuerto.
– Una de las azafatas me ha robado el celular –me dijo, nada más al saludarnos–. Yo sé quién es. Estoy segura de que fue una chilena antipática con cara de atea, que me trató pésimo todo el vuelo.
– Ya no hay nada que hacer –dije, tratando de calmarla–. Compramos otro celular y punto.
– ¡Cómo que ya no hay nada que hacer! –se enojó–. Voy a llamar a quejarme y voy a recuperar mi celular, ¡aunque tenga que ir a la casa de la chilena a quitárselo a la fuerza, jalándole las mechas! –advirtió, furiosa.
La llevé a una tienda en la isla, compré el mejor celular, elegí imágenes religiosas como fondo de pantalla, pero no conseguí que mejorase su humor. Estaba realmente contrariada. Poco después, tomando el té, me confesó:
– Es que tenía fotos bien lindas con mi novio.
Quedé perplejo:
– ¿Tienes novio? –pregunté, bajando la voz.
Dorita me miró con ojillos pícaros, vivarachos.
– Sí –dijo–. Pero es secreto. No lo sabe nadie.
– ¿Quién lo sabe? –pregunté, sin salir del asombro.
– Nadie, ni siquiera él –dijo, y me reí, pensé que estaba bromeando, pero ella me miró muy seria y dijo:
– Es mi novio, está enamorado de mí, pero no se ha dado cuenta, es un poco lento.
– Tiempo al tiempo –dije-.
Luego pregunté:
– ¿Quién es? ¿Cómo se llama? ¿Qué hace?
Dorita demoró la respuesta.
– Es Manuel, Manuelito, mi masajista.
La miré, demudado. No podía ser verdad:
– ¿En serio? ¿Qué edad tiene Manuel?
– Como tu Silvilín –dijo mi madre–. Veintiocho años. Un pichoncito. Un pan de Dios. Un ángel que el Señor me ha mandado.
Me reí.
– ¿Y de verdad crees que está enamorado de ti? –pregunté.
– No tengo la menor duda, como que me llamo Dorita Mary Lerner viuda de Barclays –sentenció–. No sabes cómo me masajea, con qué amor me acaricia, con qué ojitos revirados me mira. Y yo lo amo, pero no se lo puedo decir a nadie, porque ya sabes cómo son tus hermanos.
– ¿Cómo son? –pregunté.
– Van a creer que Manuel me quiere solo por la plata. Y además no lo respetan porque es un hombre moreno, del pueblo.
No conocía a Manuel. Quería ver sus fotos, pero estaban en el celular perdido.
– ¿Se han besado? –pregunté.
– No, todavía no –dijo Dorita–. Hay que darle tiempo.
Me miró como una niña traviesa.
– ¿Qué? –le dije.
– Nos hemos bañado juntos en la tina –dijo.
Solté una carcajada.
– Pero los dos con ropa interior –matizó–. Es parte de mi terapia, no creas que Manuel es un mañoso como tú.
Antes de pagar la cuenta, dije:
– Tenemos que recuperar el celular.
Llegando a la casa, Dorita se instaló en un sillón reclinable de la sala y se quedó dormida. Aproveché para hacerme una tortilla de claras de huevo, tomates, champiñones y queso. Como siempre, usé su aceite de marihuana para calentar la sartén y darle un sabor especial a la tortilla. Estaba comiendo cuando mi madre despertó, se acercó a la cocina y preguntó:
– ¿Qué comes, hijito?
– Tortilla de clara.
No quise decirle que había usado su aceite de marihuana para freírla.
– Invítame, me muero de hambre –dijo, y se sentó a mi lado.
No me quedó más remedio que servirle la mitad de la tortilla de ocho huevos. Dorita comió deprisa la tortilla con marihuana, elogiándola sin reservas:
– Es la mejor tortilla que he comido en mis setenta y cinco años.
Quince minutos después, estábamos los dos echados en los sillones reclinables de la sala, los ojos levemente achinados, riéndonos de cualquier cosa.
– Qué bien me ha caído esa tortilla –dijo mi madre–. Me ha mejorado mucho el humor.
No quise explicarle que yo usaba su aceite de marihuana no para untármelo en la piel sino para cocinar y ponerme risueño.
– Dame tu celular –me pidió, con gesto travieso.
– ¿A quién vas a llamar? –pregunté.
– A mi novio –dijo ella.
En efecto, marcó unos números que sabía de memoria, debía de llamarlo a menudo, me hizo activar la función de altavoz, y enseguida dijo:
– Manuelito, hola, soy Dorita, tu jefa.
Se oyó la voz sorprendida de su masajista:
– Señora Dorita, qué gusto, cómo le va.
– ¿Has ido a misa hoy?
– Sí, señora, claro, y he rezado por usted.
– Muy bien, muy bien. ¿Me extrañas?
– Muchísimo, señora.
– Yo también te extraño, Manuel. ¿Quieres ir a Madrid a darme el encuentro para pasar juntos mi santo?
– Claro, señora, sería lindísimo.
– Y después nos vamos de luna de miel a París –dijo Dorita, y soltó una carcajada.
– ¿Cómo está su salud? –preguntó él.
– Mal, muy mal –exageró Dorita–. Muy tensa. Necesito tus manos, cholo. Necesito que me ajoches fuerte los nudos de los nervios. Lo que más extraño es darme un buen baño de tina contigo y que me hagas masajes ricos en la espalda.
– En Madrid, si así lo desea, nos metemos en la tina, señora –prometió Manuel.
– Y en París también –se entusiasmó Dorita–. Chau, cholo, chau, ya te llamo después, mándame por Internet todas nuestras fotos, que se me ha perdido mi celular, me lo robó una chilena atea.
Dorita cortó la llamada y me dijo:
– Mi cholo recio me hace sentir una mujer.
Luego se puso de pie y empezó a quitarse la ropa.
– ¿Qué haces, mamá? –pregunté, sorprendido.
– Vamos a bañarnos a la piscina, pues, huevón –me dijo ella–. Desahuévate, Jaime: nos bañamos yo en calzón y sostén y tú, en calzoncillos.
Así mismo entramos en la piscina. Dorita parecía la mujer más feliz del mundo.
– ¿En quién piensas, mamá? –pregunté–. ¿En tu novio?
– No me interrumpas, hijito, que estoy haciendo pila –dijo ella.
Al salir de la piscina, me dio frío. Por eso decidí quitarme la ropa de baño detrás de una tumbona, así mi madre no me veía desnudo. Pero ella, cubierta por una toalla, se asomó, pícara, desinhibida, revoltosa, y quiso espiarme sin ropa. De inmediato soltó una carcajada.
– ¿De qué te ríes? –le pregunté, abochornado porque me había visto desnudo.
– Se te ha achicado el pipilín –dijo Dorita, riéndose–. Tienes un chizito. De niño lo tenías más grande.
Me quedé callado, sin saber qué decir. No reconocía a mi madre. El aceite de marihuana le había caído bien.
– Debe ser que no lo usas nunca –dijo, riéndose como una niña, y se metió de vuelta en la piscina.

Jaime Bayly
http://goo.gl/jeHNR


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