Solo porque está aburrido y tiene más dinero del que necesita, Jimmy Barclays se dirige al centro comercial más elegante de la ciudad, elige un traje extremadamente caro, de fabricación italiana, y paga con la tarjeta de crédito. No necesita el traje: tiene muchos otros en su clóset, todos de marcas muy finas, de factura italiana, comprados a precios exorbitantes, que usa con jactancia en su programa de televisión. De regreso en su casa, confirma que el color del traje es arriesgado, un marrón claro que no sabe si se verá bien en el programa, y se lo prueba una vez más frente al espejo, lo que le permite estar seguro de que el corte le favorece, pues disimula su barriga abultada y lo adelgaza engañosamente.
Unos días después, decide estrenar el traje en la televisión. Tras darse una ducha, se viste despacio, sin apuro, mimándose: abre la caja fuerte y elige un reloj entre los varios que allí esconde, calza dos pares de medias, duda sobre la corbata que le va mejor al color del traje, finalmente se anuda una que le regaló su esposa y, una vez que se acomoda el saco, se da cuenta de que los bolsillos, cuatro en total, dos anchos, dos angostos, están cosidos de tal manera que no puede introducir las manos. No es una novedad: los trajes que compra cada tanto para alardear de su fortuna vienen todos así, con los bolsillos cerrados, y él ya sabe abrirlos tirando delicadamente de las costuras. Se quita la chaqueta y lo intenta, pero esta vez no se abre nada, los bolsillos están cosidos de tal manera que no puede abrirlos fácilmente. Se irrita. Sigue tratando. Fracasa una y otra vez, enfurruñado. Coge la tijera de uñas y corta la costura pensando que abrirá por fin los bolsillos, pero enseguida comprueba que se ha equivocado, pues ha abierto unos orificios que no tienen fondo: si metiera cosas allí, caerían al piso. No puedo ser tan estúpido de no poder abrir los bolsillos de este maldito terno, piensa, y se desespera y corta aquí y allá y jala y tironea y arranca costuras, pero, al final, no solo no ha abierto los bolsillos, sino que los ha dañado tanto que ahora se han convertido en jirones, huecos, tela rasgada, un estropicio que, al verlo, le da rabia, pues maldice el momento en que sucumbió a la tentación frívola de comprar ese traje y odia a los fabricantes que diseñaron esos bolsillos enrevesados. Estos italianos hijos de mil putas, si me van a cobrar una fortuna, deberían darme los bolsillos abiertos y no hacerme un laberinto, piensa. Luego llama a su esposa y ella intenta socorrerlo, pero es en vano y ninguno consigue remendar lo que ha quedado roto, desaliñado, ni encontrar el secreto para abrir correctamente aquellos bolsillos imposibles. Ella dice: quizá este terno viene con los bolsillos cerrados y no se supone que debes abrirlos, él se enoja tanto que tiene ganas de cortar el traje en pedazos y arrojarlos a la basura y gritar insultos. Pero se controla y no lo hace y mete el terno en la bolsa del diseñador y le dice a su esposa que irá a devolverlo, qué se han creído esos vivarachos de venderle unas prendas tan caras con defectos de fábrica. Su esposa se excusa de acompañarlo, comprende que él está fuera de sus cabales, ya sabe que cuando se pone así, lo mejor es alejarse.
Jimmy Barclays maneja deprisa, no le importa si lo detiene la Policía, y llega al centro comercial antes de que las tiendas cierren. Encuentra al vendedor que lo convenció de llevarse el traje, le explica con mala cara lo que ha ocurrido, le enseña los bolsillos destrozados, agujereados, rotos por todos lados, y le pide que le devuelvan el dinero, pues ya no quiere el terno, se siente engañado. El vendedor hace unas consultas y le dice que no puede aceptar la ropa en devolución porque está dañada irreparablemente. Jimmy se enfurece. Le dice que el daño es una consecuencia de la negligencia de ellos, que le vendieron un saco con los bolsillos cerrados, clausurados, inexpugnables, cuando debieron dárselos, por mínima consideración, abiertos. El vendedor, que es español y habla con marcado acento, se disculpa, dice que no puede aceptarlo en devolución. Barclays pierde el control y lo insulta (“menudo gilipollas has resultado, voy a denunciar en televisión que ustedes son unos grandísimos estafadores, no sabes con quién te has metido”) y, cuando el vendedor se retira ofuscado, mascullando unas palabras inaudibles, desliza cuatro corbatas de seda, las más vistosas a su alcance, en la bolsa junto con el traje dañado y se retira de la tienda, pensando que al menos se consolará del error de haber comprado aquel traje fallido robándose las corbatas con las que ahora pretende salir de la tienda de lujo, tan campante, de pronto con el humor mejorado. Es la única venganza posible, piensa, si ellos me roban, yo les robo de vuelta, que se vayan a la concha misma de su hermana, dice, maliciando su venganza, caminando sin prisa para no llamar la atención.
Apenas cruza el umbral de la puerta, suena una alarma y un guardia de seguridad aparece del lugar en que se hallaba oculto y le dice a Jimmy, tomándolo del brazo, que por favor lo acompañe a su oficina privada. Una vez allí, el guardia retira las corbatas y le pide la constancia de que ha pagado por ellas y Barclays decide no mentirle y le explica exactamente lo que ha ocurrido y, antes de que el guardia diga nada, saca su billetera, le da varios billetes grandes, le pide que guarde el dinero y devuelva las corbatas al lugar del cual fueron hurtadas, pero que por favor no llame a la Policía, porque él es famoso, sale en televisión, y no puede salir en los periódicos acusado de robar cuatro corbatas de seda italiana. Para fortuna de Jimmy, el vigilante le dice que no se pierde su programa, que su madre es fanática de Barclays y lo ve todas las noches, y entonces Jimmy toma nota de los nombres de la madre y el guardia y promete mandarles saludos al día siguiente, al tiempo que el guardia desliza discretamente los billetes en su bolsillo, sin aparente vergüenza o remordimiento. Se dan un abrazo y Jimmy se retira aliviado, menos mal que no llamó a la Policía, piensa.
Aunque debería estar tranquilo porque tuvo suerte con las corbatas robadas, Barclays sigue furioso, colérico, cabreado, pues el traje no podrá usarlo así, con los bolsillos desgarrados, hechos jirones. De vuelta en la casa, ya de noche, enciende las luces de la piscina, se aproxima a ella, saca el terno de la bolsa, mete las manos a los bolsillos sin fondo, de nuevo de siente estafado, timado, burlado, un estúpido, y arroja el traje a la piscina cuya temperatura se mantiene regulada en noventa grados. Al verlo flotando, comprende que esa noche deberá tirar a la piscina otras cosas que le molestan y traen recuerdos irritantes, desagradables. Entra en la casa, se mueve de un modo brusco, atropellado, casi prepotente, y va cogiendo sin dudar las cosas que quiere echar al agua para deshacerse de ellas, y luego vuelve al borde de la piscina y las arroja con desdén: una chalina de cachemira que le regaló su ex esposa, unos calzoncillos que le obsequió su ex novia, un libro de memorias del Cardenal que le envió su madre por correo, unas pastillas de chía que le trajo su hermano, la estatuilla de un premio de televisión que ganó hace quince años, los libros que publicaron dos amigos que ahora son sus enemigos, una bicicleta oxidada con las llantas bajas, todo va cayendo en la piscina como si ella fuera un gran vertedero de desechos y cosas inservibles, deplorables.
Luego Jimmy Barclays se abre la bragueta y mea en la piscina y siente que se redime de tantas afrentas y humillaciones y que mañana será un día mejor, o menos malo.
Jaime Bayly
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