22.NOV Viernes, 2024
Lima
Última actualización 08:39 pm
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Opinión

Mi madre Dorita me llamó por teléfono desde Madrid el día de su cumpleaños y me sorprendió:
–He decidido que voy a retirar toda la plata que me dejó Robert en bancos de Londres.
Robert, su hermano, murió a principios de abril hace cinco años, y dejó parte de su fortuna a mi madre, que lo acompañó en el momento de su muerte.
–¿Y qué vas a hacer con esa plata? –pregunté–. ¿Dónde la vas a invertir?
–Todo lo voy a mandar a Lima y voy a dividirlo entre mis diez hijos.
De pronto llovía maná del cielo. Eufórico, jubiloso, dije:
–¡Magnífico, qué gran noticia, no sabes la alegría que me has dado!
Luego añadí:
–Eres la mejor mamá del mundo, qué me haría sin ti.
Dorita volvió a sorprenderme con su voz suave y, a la vez, firme:
–El problema es que no sé si puedo darte tu parte, mi amor.
Sentí un balde de hielo en la cabeza y la espalda, un ramalazo que me paralizaba.
–¿Por qué, mamá? –pregunté–. ¿Me vas a desheredar como tu hermano?
Robert había dejado no poco dinero a mis nueve hermanos, pero no a mí, porque no le gustaba que contase todo en mis novelas y deploraba que hiciera alarde de mis extravagancias sexuales.
–Quiero darte tu parte, pero hay dos cosas que tienes que hacer para allanarme el camino, mi amor –dijo Dorita, con la voz bondadosa que le era habitual.
–Dime, mamá, estoy a tus órdenes –dije, sumiso, porque sabía que con mis novelas y programas de televisión no ganaría en diez vidas lo que ella podía donarme, si le despejaba el camino de unos escollos que pasó a enumerar, no sé si en orden de importancia:
–Primero que nada, hijito, tienes que bautizar a tu hija Zoe.
Zoe acababa de cumplir cuatro años y no habíamos querido bautizarla porque nosotros, sus padres, Silvia y yo, somos agnósticos, y nos parecía que sería una incoherencia moral iniciarla en una fe religiosa que no poseemos y hemos perdido.
–Justamente la otra noche Silvia y yo estábamos pensando que sería lindo bautizarla –me apresuré a mentir piadosamente, en aras de allanar el camino a la donación.
–Cuanto antes, mejor –sentenció Dorita.
–El problema es que en la parroquia nos ven con mala cara porque no nos hemos casado religiosamente –le advertí.
–No te preocupes, ya hablé con el padre Julio y él nos va a bautizar a Zoecita apenas yo le diga, sin charlas ni nada.
–Un bautizo exprés –dije.
–Así mismo, hijito –dijo ella–. Tú sabes que yo abro muchas puertas.
–Cuenta con eso, mamá. Cuando pases por Miami de regreso a Lima, bautizamos a Zoe y tú serás la madrina.
Dorita se apresuró a corregirme:
–No, no, yo no quiero ser la madrina.
–¿Y eso, por qué? –pregunté.
–Porque soy la abuela, pues, huevón, la abuela no puede ser la madrina.
–Como quieras, mamá –me replegué dócilmente, como un cachorrito, acostumbrado ya a sus amigables palabrotas–. La madrina será Caroline y el padrino, Jack.
Caroline es mi hermana favorita; Jack, mi hermano favorito, ya es padrino de mi hija mayor.
–Así me gusta, hijito, vamos avanzando –dijo, y oí que bostezaba.
–¿Qué más debo hacer para facilitar que me incluyas en la repartición del maná que caerá del cielo? –pregunté, pensando que me diría: casarte con Silvia por la religión, cosa que estaba dispuesto a hacer en la Catedral de Lima, hincado de rodillas, con una corona de espinas flagelándome la cintura y el pubis por mi conducta libertina, todo fuera para que Dorita sintiera orgullo de mí y, sobre todo, no nos engañemos, dejara caer un maná en mis menguantes cuentas bancarias.
–Tienes que volver al estado de gracia –dijo ella.
No entendí bien, por eso pregunté:
–¿Estado de gracia? Yo me siento en estado de gracia todos los días con Silvia y Zoe. Para mí estar vivo ya es una gracia que agradezco, mamá.
–No es así, hijito, no me palabrees, no seas piquito de oro conmigo –se impacientó Dorita.
–¿Entonces? –pregunté.
–Tienes que confesarte –dijo ella.
–¿Confesarme? –pregunté, sorprendido–. ¿Con un cura?
No me había confesado hacía treinta años fácilmente, no recordaba la última vez que lo hice, debió de ser cuando tenía dieciocho años y postulé a la universidad, desde entonces no le había dicho mis pecados a nadie, o a ningún religioso, tal vez en mis novelas más afiebradas se los había relatado a un lector imaginario.
–Claro, con un sacerdote –me corrigió mi madre, pues no le gustaba que dijera “cura” para aludir a un religioso en sotana.
–Si me confieso, ¿me incluirás en la donación? –pregunté.
–Es una promesa, como que me llamo Dorita Mary Lerner –dijo.
–Dalo por hecho, mamá –me apresuré a comprometerme–. Si quieres, me confieso contigo.
–No digas cojudeces, hijito, la confesión tiene que ser con un sacerdote, si no, carece de valor –me educó ella.
–Mañana mismo me confieso –prometí.
–¿Y cómo sé que no me vas a mentir? –se inquietó ella–. Porque contigo nunca sé cuándo me dices la verdad y cuándo estás inventando cosas.
–Pues me confesaré con tu amigo, el padre Julio, y tú lo llamas y él te lo confirmará.
–Muy bien, hijito, muy bien, así me gusta.
Por recibir el dinero de mi madre, estaba dispuesto a ir a misa todos los días, confesarme todas las tardes, ser monaguillo, cantar en el coro, pasar la limosna, orar tres meses encerrado en una abadía, lo que ella me ordenara, así de desesperado estaba por recibir su donativo.
Esa misma tarde llamé al padre Julio, le pedí que me confesara y me dijo que me recibiría a las ocho de la noche en sus oficinas. Llegué puntualmente. Me puse de rodillas ante él, nos persignamos, me dijo:
–Avemaría purísima.
–Sin pecado concebida.
–Dime tus pecados, hijo mío.
–Padre, confieso que no creo.
–¿Cómo que no crees?
–Soy agnóstico.
–Entonces, ¿qué rayos haces acá?
–Mi madre me mandó.
–Ya, ya. ¿Qué más?
–Padre, confieso que tengo el orto como la vía de un tren.
–Eso ya me lo temía. He leído tus libros.
–Padre, confieso que he comido kilómetros de poronga fina.
–Ya, ya. ¿Y estás arrepentido?
–Bueno, sí, pero confieso que a veces lo extraño.
–Es contra natura, hijo, contra natura.
–Padre, confieso que soy mitómano, todo lo que escribo me lo invento.
–Ya, ya. ¿Qué más?
–Padre, confieso que cuando hago el amor con mi esposa, le pido que me meta el dedo.
–¿Dónde?, ¿en la boca?
–No, padre, bueno fuera. En el orto.
–Ya, ya.
–¿Es pecado?
–Sí, claro. Sigue, hijo.
–Padre, ya que estamos, a veces, cuando hago el amor con mi esposa, me gusta ponerme en cuatro.
–¿En qué?
–En cuatro. ¿Es pecado, padre?
–Creo que sí, hijo. Voy a tener que consultar con el Vaticano. Pero a primera vista diría que sí. ¿Qué más?
–Padre, confieso que todos los días me inserto entre ocho y diez supositorios.
–¿Por qué? ¿Eres estreñido, estás constipado?
–No, qué ocurrencia, padre. Por puro placer. Soy adicto al supositorio.
–Ya nada me sorprende, tratándose de ti.
–Padre, confieso que…
–¡No sigas, hijo mío, basta ya! ¡Y deja de jugar así con tu ano, por el amor de Dios! Ahora vamos a rezar juntos treinta padres nuestros y treinta avemarías, voy a absolverte.
–Gracias, padre, es usted un gran tipo. Y por favor no le cuente a mi madre que tengo el orto como la vía de un tren.
–Ella lo sabe mejor que tú, hijo. Oremos.
–¿Puedo sentarme, padre?
–No, quédate de rodillas.
–No es la primera vez que me arrodillo ante un hombre, padre.
–¡Silencio, que no te absuelvo, coño!
–Oremos, padre, oremos.

Jaime Bayly
http://goo.gl/jeHNR


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