Desperté tarde, bajé a la cocina a tomar un jugo de naranja y encontré a Silvia, mi esposa, que parecía de mal humor. Le di un beso y pregunté:
– ¿Qué te pasa, mi amor?
– Nada, nada –dijo ella, sin embargo, con un gesto de contrariedad que nublaba su mirada.
Era evidente que estaba disgustada.
– Por favor, dime –insistí.
Me miró a los ojos y dijo, sin levantar la voz:
– Estuviste hablando toda la noche. No me dejaste dormir.
– Maldición, mil disculpas –dije.
No recordaba nada de lo que había soñado, por eso pregunté candorosamente:
– ¿Y qué decía?
Me miró, decepcionada, y dijo:
– Mejor no te cuento.
– Por favor, dime –rogué.
– Estabas hablando con Casandra –dijo, y me miró como si la hubiese traicionado.
– Con Casandra, ¿mi ex esposa? –pregunté, sorprendido.
– Tú sabrás mejor que yo –dijo ella, casi furiosa–. ¿O hay otra Casandra en tu vida?
Preferí no responder, no quería meterme en líos, Casandra me había escrito un par de correos insólitos en días pasados, proponiéndome un encuentro en Miami, y yo le había dicho que encantado, cuando quisiera, y por supuesto Silvia estaba al tanto de todo eso.
– ¿Y qué le decía? –pregunté, con genuina curiosidad–. ¿Peleábamos?
Silvia se rio sarcásticamente, me miró con bien disimulado desdén y dijo:
– Bueno fuera que hubieran peleado. No parecía que peleabas con ella.
No sabía por dónde vendrían los tiros, pero ya era tarde para pedir un armisticio. Pregunté:
– ¿Y entonces qué parecía?
– ¿Qué crees? –dijo Silvia, levantando la voz–. ¿Qué crees?
De pronto comprendí que mi charlatanería nocturna la había privado de sus horas regulares de sueño, y tal vez por eso estaba tensa, irritada, con ganas de darme pelea.
– Le decías “chupa, Casandra, chupa”.
Solté una risa auténtica, no lo podía creer, tenía que ser un invento pícaro de Silvia, pero ella me seguía mirando con ojos helados, extranjeros a la ternura, así que me defendí:
– Supongo que estábamos brindando, tú sabes que a Casandra le gusta mucho el vino.
– ¡No estaba tomando vino! –se enojó Silvia–. ¿Qué crees, que soy huevona, que me chupo el dedo?
– ¿Y cómo puedes estar tan segura? –pregunté, todavía sorprendido por su crispación.
– Porque luego le decías “cómetela, cómetela toda”.
De nuevo me reí, pero ella no me acompañó, y de inmediato un silencio opresivo se instaló entre nosotros, y entonces me replegué y dije:
– Seguro le estaba invitando una empanada, mi amor. Es mi ex esposa, la madre de mis hijas mayores, yo soy un buen anfitrión, seguramente le serví una empanadita caliente.
Silvia tomó agua de una botella de plástico y dijo:
– No creo que era una empanada lo que Casandra estaba comiéndose en tu sueño.
Puse cara de tonto, lo que no me supuso un gran esfuerzo, y pregunté, temeroso:
– ¿Tú crees que era un sueño erótico?
– ¡Pero claro! –estalló Silvia.
– Ya, mi amor, pero no te molestes, no grites, nos van a escuchar tus papás, que están en el cuarto de huéspedes.
– ¡Me importa un carajo si me escuchan! –gritó Silvia–. ¡No me has dejado dormir! Decías como un mañoso “ponte en cuatro, Casandra, ponte en cuatro”.
Ya no me reí, no podía ser tan cínico, me puse serio y pasé al ataque:
– Eso es imposible, bebita linda. Estás inventándote todo, mi amor. Seguramente le dije “ponte el canal Cuatro”. Estábamos viendo televisión, le dije “chupa, chupa” cuando le serví un vinito, luego le calenté una empanada y le dije “cómetela toda” y luego me senté con ella y le dije “ponte el Cuatro” para ver el noticiero o Cuarto poder.
– Huevadas –dijo Silvia, impacientándose–. Puras huevadas hablas. Cuando estás despierto, hablas huevadas y cuando estás dormido, hablas puras huevadas arrechas.
– Amor, te juro que no he tenido un sueño erótico con Casandra, estás alucinando mal –le dije, y traté de darle un beso, pero ella me rechazó, se alejó de mí y dijo:
– ¿Y entonces por qué carajo le decías “mete el dedo, mete el dedo”?
Avergonzado, ensayé una interpretación poco persuasiva:
– Quizá yo estaba en la piscina y le dije mete el dedo para que tocara el agua y viera que no estaba fría.
– ¡Cojudeces! –me vapuleó Silvia– ¡Como si no te conociera! ¡Estabas pidiéndole que te metiera el dedo al poto!
– ¡Yo jamás le pediría eso a Casandrita! –me indigné–. ¡Ni en sueños se lo pediría!
Silvia estaba tan molesta que pensé que me tiraría la botella de agua en la cara.
– A mí no me tocas hace un mes ¡y de noche eres un galán con tu Casandrita!
Luego se retiró deprisa, sin darme ocasión de disculparme. Poco después vino a la cocina la mamá de Silvia, que había llegado de visita desde Lima. Me pidió una computadora porque la suya no funcionaba. Subí a mi estudio, saqué una vieja laptop que ya no usaba y se la presté. Más tarde, mi esposa vino a mi estudio y me preguntó a quemarropa si le había prestado una computadora a su madre. Le dije que sí. Me miró, furiosa, y dijo:
– Qué vergüenza, se me cae la cara de la vergüenza.
Sin entender qué había pasado, le pedí explicaciones. Silvia me las dio enseguida:
– Mi madre quería leer El Comercio en tu laptop, escribió la letra E y le apareció “Enanas tetonas”, una página porno.
Quedé en silencio, petrificado. Silvia continuó:
– Luego quiso leer La República, escribió la letra L y se le abrió “La pose del helicóptero”.
Las evidencias contra mí eran tan abrumadoras que no podía defenderme.
– Y cuando quiso leer Perú21, qué crees, puso la P y le apareció “Pajazo ruso”.
Cuando por fin pude articular palabras, dije, balbuceando:
– Maldita computadora, debe de ser un problema del teclado.
Enseguida sonó el celular de Silvia, quien contestó, muy seria. Era su madre. Pude oír su voz de consternación:
– Hijita, ahora quería leer Caretas y puse letra C y me aparece una página de “Culitos peruanos” ¡y no sé cómo cerrarla!
Comprendí que debía huir de casa a la gasolinera más cercana, pues Silvia parecía a punto de darme una bofetada y jalarme las mechas por no dejarla dormir y luego avergonzarla ante su madre con mis tardías efusiones libidinosas. Corrí a la camioneta, subí a toda prisa y me alejé de casa sin saber si esa noche podría volver a dormir allí. Ya en la gasolinera, mientras comía un helado de coco y hablaba de política con el dependiente nicaragüense, sonó el celular y contesté enseguida. Era Silvia. Las cosas no parecían mejorar: lo que ya iba mal podía ir peor.
– Dice mi mamá que quiso ver televisión peruana en vivo, en Internet –dijo.
Preferí guardar silencio, la voz de mi esposa no parecía anunciar buenas noticias. Continuó:
– Quiso ver Latina y se le abrió “La Tía Mamona”.
Mucho me temo que esta noche dormiré en un hotel, pensé.
– Quiso ver América y le saltó “Asiáticas Gemelas En Cuatro”.
Por algo me dicen el Tío Terrible, pensé, resignado, ¿o es que mi Silvita no sabía con quién se estaba casando?
– Y quiso ver las noticias de RPP y tu computadora la obligó a mirar la página de “Rumanas Calientes”.
Estoy perdido, estoy frito, va a querer divorciarse de mí, me dije.
– Y cuando trató de leer Trome, terminó leyendo “Trolas Depiladas”.
– ¿Y alguna de esas páginas le gustó? –pregunté, haciéndome el pícaro.
– ¡Vete a la puta que te parió! –me dijo mi esposa.
– Es la misma señora que nos mantiene –dije, pero ella ya había cortado.
Jaime Bayly
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