Todas las noches salgo a caminar a las dos de la mañana. Llevo una linterna porque las calles de la isla son oscuras. Trato de no pisar caracoles, sapos, lagartijas, arañas, lombrices, hormigas. Camino despacio, sin apuro, disfrutando del paseo, mirando las estrellas cuando la noche está despejada. Normalmente llego hasta la fuente de agua, doy vuelta y regreso a casa. Son casi las tres de la mañana cuando apago la linterna, tomo una limonada sin azúcar y me tiendo en la alfombra para hacer mis ejercicios de estiramiento.
La otra noche encontré dos conejos blancos, con las orejas negras, en el césped de una casa cercana. Eran tan confiados que se dejaron acariciar sin inquietarse. Me senté en el pasto, les hablé boberías, los miré con curiosidad, me encariñé con ellos, tanto que decidí llevármelos. Regresé a la casa, saqué el auto, tuve suerte de que los conejos siguieran allí, los cargué, se dejaron mansamente, sin oponer resistencia, y los llevé a casa. Llegando, les di de comer zanahorias y después los dejé en el cuarto de juegos de mi hija, tras apagar el aire acondicionado, no fueran a morirse de frío. Cuando mi hija despertó, le enseñé los conejos, los miró maravillada, le mentí, le dije que se los había comprado, pero mi esposa no me creyó, le confesé que los había recogido de la calle, y me riñó y conminó a devolverlos, pero me puse firme y dije que los conejos eran míos, pues estaban abandonados y los había rescatado.
–Eres un ladrón de conejos –dijo ella.
–No, soy un protector de animales desamparados –me defendí.
Por amor a nuestra hija, mi esposa cedió y los conejos se quedaron con nosotros.
Unas noches después, dando mi habitual paseo de madrugada, noté que en una casa en construcción habían dejado una hilera de arbustos de tamaño mediano, ficus elegantes de metro y medio, cada uno plantado en una bolsa negra con tierra, sobre las baldosas de la cochera, seguramente listos para ser sembrados al día siguiente, embelleciendo la fachada de esa casa millonaria, que, como muchas de la isla, no escatimaba en decorar sus jardines. Me acerqué, miré los ficus frondosos, no había nadie, todo estaba a oscuras, no pasaban peatones ni automóviles, y eran tan lindos que me tenté. Ese fin de semana, tres muchachos centroamericanos habían construido un techo de madera en la cochera de mi casa, para evitar que el sol cayese sobre los autos, y se habían visto obligados a recortar la pared verde o cerco vivo de cipreses que nos daba cierta privacidad de la casa vecina, y por eso estaba necesitando unas plantas que reemplazaran a las que habían sido podadas. Excitado por el riesgo, regresé a casa, saqué la camioneta, aparqué en la casa en construcción, subí las plantas en sus bolsas negras una a una, doce en total, y las llevé a casa. Luego, diligentemente, las coloqué allí donde antes crecían con lozanía los cipreses de dos metros que habían sido talados y me fui a dormir, encantado con la nueva decoración de la cochera. Al día siguiente, el jardinero me preguntó dónde había conseguido aquellos ficus tan bonitos. Le dije que los había comprado. Me miró sorprendido, no sé si me creyó. Pero mi esposa, por supuesto, no me creyó, y cuando le conté que eran robados, soltó una risotada y me dijo que estaba loco y me arriesgaba a que un día viniera la policía y me arrestara por robar conejos y plantas del vecindario. Imposible, le dije, nadie me vio.
Una noche de luna llena me encontré con un gato mimado que se acercó, se sobó con mi pierna, olió mi zapato, al parecer confió en mí y se echó panza arriba, ronroneando cuando le acariciaba el vientre. Tanto se encariñó conmigo, que cuando dejé de acariciarlo me siguió, no se despegó de mí, me acompañó en el trayecto de vuelta a casa y, al llegar, no vaciló en entrar conmigo. Le serví leche, pedazos de salmón ahumado, comió sin premura y lo dejé en la terraza, pensando que se iría. Pero al día siguiente seguía allí, panza arriba, yo acariciándolo, mi hija fascinada con su nuevo gato, mi esposa preocupada por mis hurtos de madrugada. Los gatos, bien se sabe, no son completamente de nadie, pero este por lo visto decidió que no quería vivir más con sus antiguos dueños y que le convenía pasar una temporada con nosotros. Por suerte, no mostró animosidad a los conejos. De pronto, teníamos tres animales en el patio y una cochera rodeada de plantas muy lindas, ya sembradas por el jardinero, y yo sentía que todo eso me había sido donado por el barrio y que yo lo merecía por ser tan buena gente. Pero mi esposa decía que me estaba convirtiendo en un cleptómano y que los robos ya no eran graciosos y tenían que parar.
El domingo pasado caminé un poco más allá de la fuente de agua, hasta el final de la calle que bordea el mar, y me llevé una sorpresa: un carrito de golf, como los que abundan en la isla, con las llaves puestas, invitándome a probarlo. No era mi intención robarlo, solo dar un paseíllo, pues nunca había manejado uno. Me senté, lo encendí y salí manejando con las luces apagadas y me asaltó una sensación de júbilo tal que me pregunté si no sería una buena idea dejarlo aparcado en casa, pues mi hija me había pedido con insistencia un carrito de golf y yo no quería comprarlo porque costaba mucho dinero y ahora de pronto había encontrado uno aparentemente sin dueño, abandonado, las llaves puestas, tentándome a llevármelo para darle a mi hija la sorpresa que merecía. No dudé en manejar a casa, estacionarlo en un lugar discreto y enchufarlo para que recargase la batería. Al día siguiente, cuando mi hija volvió del colegio, le enseñé el carrito de golf, le dije que se lo había comprado, salimos a dar un paseo y fue un momento de gran felicidad, solo cuestionada por mi esposa, que estaba escandalizada de que me hubiera llevado el carrito y me urgía a devolverlo.
–No tiene dueño, mi amor –le dije–. Estaba abandonado. Lo habían dejado al lado de la basura. En esta isla hay tantos ricachones que se hartan de sus carritos usados. Y antes de que se lo llevasen los basureros, lo rescaté yo.
Anoche, caminando de madrugada, encontré una bicicleta para niñas tirada en la puerta de una mansión. Deduje que la habían dado de baja. Estaba impecable. Mi hija nos había pedido una bicicleta con cuatro ruedas para ir aprendiendo a manejar. Así que me subí a la bicicleta pequeña, rosada, con calcomanías de floripondios y muñecas, y los fierros rechinaron porque mis cien kilos eran excesivo peso para esa bicicleta, y empecé a pedalear torpemente, camino a casa. De pronto apareció un auto de la policía y, con un juego de luces, me conminó a detenerme. De puro loco, seguí pedaleando a toda velocidad, tan frenéticamente que perdí el equilibrio y caí en el asfalto, lastimándome un brazo. El policía bajó de su auto, me iluminó en la cara y me reconoció, pues ya sabía que caminaba todas las noches.
–¿Está bien, señor Baylys? –preguntó, y me ayudó a incorporarme.
–Sí, solo fue una caída menor –me di ínfulas de valiente.
–¿Qué hace montando esta bicicleta? –preguntó, amablemente.
–Es de mi hija –mentí con aplomo–. La estoy montando porque así sudo más que si monto mi bicicleta.
Me miró perplejo, seguramente pensó que estaba loco y se ofreció a llevarme a casa.
–No, gracias –le dije–. Tengo que seguir pedaleando. Estoy demasiado gordo.
–Usted siempre con sus extravagancias –dijo y se despidió de mí.
Tuve que seguir pedaleando hasta llegar a casa. Por suerte, a mi hija le encantó la bicicleta usada. Pero mi esposa está pensando en divorciarse de mí. Le he prometido que le regalaré un reloj para su cumpleaños. No sé cómo conseguirlo sin pagar. Estaré atento.
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