22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

Cuando mi neurocirujano de confianza me dijo que yo era bipolar y tenía que cambiar las pastillas para dormir, le hice caso, sin saber que una de esas pastillas me provocaría sonambulismo.

Una mañana aparecí durmiendo en las tumbonas de la terraza, y mi esposa no se alarmó y pensó que era una de mis usuales extravagancias.

Pero ella notó que algo raro estaba pasando cuando, pocas noches después, la nana de nuestra hija, una señora colombiana de 56 años, bastante gorda, con visible sobrepeso, subió de madrugada a nuestro cuarto, en camisón tamaño carpa playera, y despertó a mi esposa y le dijo que yo me había aparecido en su habitación, desnudo de la cintura para abajo, aunque con medias gruesas, hablando solo, y me había metido en su cama, la había abrazado y le había dicho cosas insólitas.
–¿Qué te dijo? –le preguntó mi esposa.
–Me dijo: Sóplame la pichina.
–¿Qué más?
–Me dijo: Te voy a medir el aceite.
–¿Algo más?
–Me dijo: Enséñame los melones.

Mi esposa bajó enseguida, me encontró profundamente dormido en la cama de la nana colombiana, me despertó sin brusquedad y me llevó de regreso a nuestro cuarto, y ya entonces sospechó que algo estaba mal conmigo.

Yo no me acordaba de nada: ni cómo bajé a dormir en la terraza, ni cómo terminé en la cama de la nana voluminosa. Aunque le creía a mi esposa, pensaba que estaba exagerando y no había por qué preocuparse.

Sin embargo, y sin saber que estaba cayendo en una fase peligrosa de sonambulismo exhibicionista, volví a escaparme una noche: subí al auto, manejé aparentemente dormido hasta el Seven Eleven, entré desnudo de la cintura para abajo, aunque con el torso bien abrigado, comí tres helados de chocolate sin pagar y, cuando la cajera me quiso cobrar y vio que llevaba los genitales al aire, dio un grito y al parecer me asustó y dijo que le dije:
–Silencio, carajo, que soy el presidente constitucional del Perú.

Ella me conocía por todos los años que yo llevaba viviendo en la isla, y por eso se apiadó de mí, no llamó a la policía, no me cobró los helados y me ayudó a entrar en mi carro y se despidió de mí, pensando que volvería a mi casa, pero yo recliné el asiento y me quedé dormido y desperté ya de mañana, a plena luz del sol, con una señora venezolana a mi lado, haciéndose una foto conmigo o con mi flácido colgajo al aire.

Yo iba enterándome de todo esto porque mi esposa me lo contaba, entre divertida y preocupada, pero, la verdad, mi memoria estaba borrada y no registraba nada y no me explicaba cómo hacía tantas cosas osadas, estando dormido.

Una madrugada, según me contó mi esposa, llamé de súbito a la favorita para ganar las elecciones presidenciales peruanas, una buena amiga mía, y le pedí que me nombrase embajador en Uruguay.
–¿Por qué en Uruguay? –preguntó ella, sorprendida.
–Porque ningún peruano sabe más de marihuana que yo –le contesté.

Por lo visto, aun dormido y sonámbulo, era capaz de razonar con una mínima coherencia y preocuparme por mi futuro. Pero era un peligro que hiciera llamadas telefónicas sonámbulo, porque, según fui notificado luego, llamé a mi primera esposa, de la que llevaba tantos años divorciado, y la desperté con un sobresalto y le dije:
–Extraño chancarte rico, Casandra.

Lo peor ocurrió una noche en que salí a correr sin zapatos, con medias gruesas, desnudo de la cintura para abajo, y la policía, que no cesaba de patrullar el barrio a toda hora con una insistencia casi majadera, me vio corriendo a toda prisa, con la lengua afuera, sin ropa deportiva, exhibiendo graciosa y despreocupadamente mi dotación genital, y por supuesto me siguieron, me detuvieron y me preguntaron qué diablos estaba haciendo, y yo les dije:
–Estoy preparándome para la maratón de Nueva York.
Me preguntó la oficial uniformada:
–¿Y por qué está desnudo, señor?
–Porque me gustaría vacunarte, mamita –le dije.

La mujer policía me arrestó, me subió a su auto y soltó un alarido cuando, según ella, vio por el espejo que yo, semidormido, boquiabierto, babeando un hilillo, la respiración acezante, estaba haciéndome una paja virulenta, mientras le decía:
–Ven sóplame la polla como si fuera un silbato y estuvieras dirigiendo el tránsito.

Amanecí en la comisaría, vestido con el pantalón de uniforme que me prestó un oficial, y mi esposa tuvo que pagar una fianza de cien dólares para llevarme a casa. Cuando me preguntó por qué había salido a correr con la poronga hamacándose al viento, le dije que no tenía idea, y lo mismo le respondí cuando me preguntó por qué le había dicho cosas mañosas a la señora policía.

Otra mañana desperté en pijama, con pantalón de buzo por suerte, echado en posición canina, en la postura que se conoce como “en cuatro”, sobre la mesa de ping-pong de la terraza, y cuando la nana colombiana, con sus robustos doscientos kilos, recién terminada de desayunar unas arepas, me preguntó por qué estaba en cuatro, arriba de la mesa de ping-pong, parece que le dije:
–Porque estoy esperando que me metas la bolita, gorda ballena.
Ella pegó un grito agudo y salió corriendo y despertó a mi esposa.

El último episodio de sonambulismo ha ocurrido este fin de semana, y ya es oficial que el lunes mi esposa me llevará al neurocirujano para que me dé otras pastillas para dormir, porque las cosas se han desbordado y están fuera de control y, según ella, mi vida peligra de noche, cuando todos duermen y salgo a pasear sin que nadie pueda impedirlo. Según el relato de mi señora, que ya no celebra mis exabruptos sonámbulos, caminé de madrugada hasta la casa de los vecinos argentinos, me bajé el pantalón de pijama y toqué el timbre con insistencia, hasta que mi vecino, un banquero argentino que no suele devolverme el saludo, me abrió la puerta de muy mal humor, vio que yo lo amenazaba con el pequeño pistacho de mi entrepierna, pensó que yo estaba drogado y me preguntó:
–¿Qué carajo hacés acá en bolas a las tres de la mañana?
Yo no le respondí, entré caminando como si tuviera una misión, él me siguió perplejo, me paré frente a la piscina y comencé a orinar sin decir palabra.
–¿Qué hacés, boludo? –gritó él–. ¿Quién te pensás que sos para venir a mear en mi pileta, nabo?
Yo seguí orinando tranquilamente y le dije, con marcado acento argentino:
–Soy argentino. Soy hijo del Papa.
Mi vecino se dio cuenta de que yo estaba loco y, cuando se repuso del susto, preguntó:
–¿Vos sos argentino?
Le respondí:
–Sí. Mi nombre es Jaime Mario Bergoglio. Nací en el barrio de Flores. Mi papá es el Papa argentino Jorge Mario Bergoglio. Cuando él muera, yo seré Papa.

Luego terminé de mear en la piscina y me fui de su casa sin despedirme.

Jaime Bayly
http://goo.gl/jeHNR


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