22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

Mi madre Dorita y yo subimos a la camioneta, eran las doce del mediodía, encendí el motor y nos dirigimos a la parroquia a oír misa. De inmediato oímos el maullido de un gato.

–Se ha metido un gato a la camioneta –sentenció mi madre, al tiempo que se daba vuelta y miraba el asiento trasero.

Me detuve, bajé, miré en la maletera y debajo del asiento posterior, pero no encontré nada. Apenas volví al timón y proseguí la marcha, continuaron los maullidos. No provenían de lejos, se oía claramente que un gato estaba dentro de la camioneta, solo que no sabíamos dónde se había ocultado.

–Mira en el motor –aconsejó mi madre, y eso mismo hice, abrí el capó, miré cuidadosamente, no encontré a ningún gato.

No quedó más remedio que cerrar la cubierta del motor. Conduje hasta la parroquia y no hubo más lamentos gatunos. Quizás el minino se había ido.

–Qué raro esto del gato –dije al llegar a la iglesia, donde mi madre oía misa todos los mediodías cuando venía a visitarme, y yo la acompañaba solo en ocasiones especiales, es decir cuando estaba mal de plata y, tras la liturgia religiosa, pensaba pedirle un préstamo, un sablazo más, delicada operación que solía tener éxito si veníamos saliendo del templo con la unción apropiada.

–De repente era tu papi, que se ha reencarnado en un gato y estaba saludándonos porque justamente hoy cumplía ochenta años –dijo Dorita, risueña, y se rio de su ocurrencia.

Me hacía gracia verla tan contenta, gastándole bromas a mi padre como no se hubiera atrevido cuando él se hallaba entre nosotros.

Terminada la misa, nada más volver a la camioneta (chocada, chocada por Dorita, todavía no reparada porque el seguro no me cubría el planchado y yo no tenía dinero para solventarlo) y encender el motor ya algo gastado, de nuevo un gato, de un modo inequívoco, nos hizo sentir su presencia cercana, maullando con desespero, como si pidiera ayuda, como si estuviera atrapado y rogara que lo rescatásemos.

–Hay un gato metido acá –se azoró Dorita.

–¿No será que te han cambiado el timbre de tu celular y ahora suena miau, miau? –pregunté, porque mi madre era capaz de todas las excentricidades.

–A ver, llámame –dijo, sacando su teléfono móvil de un bolso muy grande donde había de todo, las cosas más inimaginables, por ejemplo media banana, tres rosarios bendecidos en el Vaticano, un mango chupado, tequeños envueltos en una servilleta de tela robada, rodajas de tuna maloliente, un pequeño frasco de aceite de marihuana, toda clase de estampitas religiosas y un montón de supositorios y laxantes.

La llamé y en su celular timbró el Ave María de Schubert.

–No soy yo –dijo ella–. ¿No serás tú?

Me llamó de vuelta y mi celular vibró suavemente, sin imitar las voces de mininos en trance de angustia.

La concha de la lora, pensé, ¿dónde carajos está el gato que nos tortura?, ¿o es que estamos imaginándolo y nos hemos vuelto locos?

De nuevo el gato maulló una, dos, tres veces.

–Aquí hay un gato, ¡para, baja! –volvió a crisparse Dorita, y sus órdenes fueron tan enfáticas que las cumplí sin chistar.

Bajamos, volvimos a mirar todos los resquicios, orificios y hendiduras de la camioneta por donde podría haberse colado el gato de marras, pero no hubo suerte.

–Llamemos a los bomberos –dijo Dorita.

–¿A los bomberos? –pregunté, sorprendido–. ¿Para qué, si no hay un incendio?

–Para que vengan a encontrar al gato, pues, huevón –dijo mi madre, que cuando se impacientaba me llamaba así, huevón, aunque no de modo desdeñoso, sino con afecto coloquial.

Dorita marcó el número de emergencias, pidió hablar con los bomberos y, en su perfecto inglés de antigua alumna del colegio Villa María, describió la improbable escena: se nos había metido un gato al vehículo, lloraba y maullaba y gemía, no podíamos encontrarlo, tenían que venir a rescatarlo de inmediato, sabía Dios cuánto tiempo llevaría atrapado, podía morirse y ella era muy caritativa con los animales. Como me temía, los bomberos le dijeron que, si no había fuego, no podían venir, pero Dorita insistió tanto que le dijeron que muy bien, vendrían, aunque nos desarmarían la camioneta si era necesario y, en caso de hallar al gato o no hallarlo, no la armarían de vuelta, eso ya era problema nuestro.

–Huevonazos –les dijo Dorita, sin pensar en que el señor bombero podía ser también fluido en nuestra lengua.

–¿Perdone, señora? –dijo el bombero, con marcado acento cubano.

–Váyanse al carajo –dijo Dorita, y cortó, porque ella, ya con setenta y cinco años, no le aguantaba pulgas a nadie.

Sugerí pasar por la gasolinera. El dependiente, un nicaragüense muy amable, músico aficionado, anticomunista visceral, se ofreció a ayudarnos. Le prometí una buena propina y Dorita me miró como diciéndome ni se te ocurra pedirme plata. El señor se metió debajo de la camioneta con una caja de herramientas y maniobró afanosamente durante diez o quince minutos y fue abriendo y retirando partes metálicas y buscando sin desmayar al gato, que seguía maullando y con seguridad se encontraba allí adentro, atrapado, hasta que, sudoroso, extenuado, pero con una gran sonrisa de júbilo, el tipo nos enseñó a un gato negro, de ojos asustados que lanzaban destellos rojizos, apenas un cachorrito, temblando con pavor, flaco, raquítico, ¿cómo diablos se había metido debajo de la camioneta, cómo había sobrevivido, cuántos días llevaba allí, entre fierros y aceites?

–Vamos a la parroquia –ordenó Dorita.

–¿De nuevo? –pregunté, sorprendido–. ¿Para qué?

Dorita me miró a los ojos sin resquicio de duda y sentenció:
–Para que el padre Julio le haga un exorcismo al gato.

La miré perplejo, demudado. Ella prosiguió:
–Este gato es tu papá. Salúdalo. Hola, Jaime.

–Hola, papi –dije, por las dudas.

Dorita prosiguió:
–Está poseído por el Diablo.

La miré con una sonrisa cínica, burlona.

–¿Cómo puedes estar tan segura, mamá?

–Porque yo sé, hijo, yo sé, al Diablo lo reconozco rapidito, siento su presencia maligna, y en este gato callejero veo a tu papi y a Satanás.

Comprendí que debía obedecerla. Llegando a la parroquia, marcó el celular del padre Julio, su amigo y confidente, quien salió sin demora a socorrernos.

–Se nos ha aparecido milagrosamente este gato –le dijo Dorita, cargando con ternura al animal–. Creo que es mi marido que quiere decirme algo. Pero le veo clarito en su mirada que está poseído.

–Ya, ya –dijo el cura español, obediente, sumiso, sabiendo que no debía contrariar a mi madre.

–Límpiame al gato, sácale al Maligno –ordenó Dorita.

El padre Julio nos llevó al altar, sacó agua bendita, farfulló a regañadientes unas oraciones en latín y luego roció de agua bendita al pobre gato negro, de ojos rojizos chillones, iridiscentes, sospechoso de ser mi padre y el Diablo al mismo tiempo. El gato dio un respingo, maulló con estrépito, se le escapó de los brazos a Dorita y salió corriendo, espantado.

–¡Jaime, ven acá, carajo! –gritó mi madre, furiosa.

Luego me ordenó:
–Anda, agarra a tu papá y tráelo de vuelta.

El padre y yo perseguimos al gato por las severas bancas del templo y no fue fácil atraparlo, pero al final el cura se abalanzó sobre él y lo estrujó con su sotana y lo calmó, sobándole el lomo con su mano morosa, ajada, todavía impregnada de agua bendita. Mi madre miró al gato a los ojos de chispazos rojizos y dijo:
–Estoy segura de que es mi marido. Y el Maligno ya se fue.

–¿Y ahora qué hacemos? –pregunté.

–Usted se queda con el gato –le dijo Dorita al padre Julio–. Yo soy viuda y no quiero tener que ocuparme otra vez del pesado de mi esposo. Ocúpese usted, padre, que es su deber.

Con una mirada parecida al asombro o el estupor, el padre Julio preguntó:
–¿Estás segura de que es tu marido?

–Como que me llamo Dorita Lerner viuda de Barclays –dijo mi madre, enfática, y le dio al padre Julio un beso en la mejilla, y luego acarició al gato y le dijo secamente:
–Chau, Jaime, pórtate bien, ya nos vemos.

De nuevo en la camioneta, ya libres de los maullidos inquietantes, le dije a mi madre:
–Hemos debido traer el gato a la casa.

–No me jodas, y maneja rápido, que me hago la pila –dijo, con impaciencia.
Poco antes de llegar a casa, manejando por encima del límite de velocidad, pregunté:
–¿Mamá, y desde cuándo crees en la reencarnación?

Ella me miró, traviesa, pícara, una niña terrible a sus setenta y cinco años, y dijo:
–Desde que uso el aceite de marihuana.

Como solté una carcajada, ella me reprendió:
–Ándate a la concha de tu madre.

Luego se rio tanto de su repentina procacidad, que confesó:
–Creo que me hice la pila.

Jaime Bayly
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