Desperté a las dos de la tarde, me di una ducha rápida, tomé dos cafés con leche de almendras y me vestí apropiadamente para la fiesta de mi hija Zoe, que cumplía cuatro años.
–¿Puedo ayudar en algo? –pregunté a las nanas María e Hilda, que vestían a Zoe de princesa.
–No hay suficientes dulces –regañó María–. Vaya a comprar más.
Fui a la dulcería Pionono y compré cien bolitas de chocolate, nueces y coco. Regresé a toda prisa, no fueran a llegar los invitados, veinte niños del colegio de Zoe con sus mamás y algunos con sus nanas, acomodamos los dulces en las mesas y me dispuse a disfrutar de la fiesta.
Como había cinco tipos de sanguchitos (triples, pollo con almendra, pollo con palta, butifarras, mixtos), y como podían acabarse rápido, y como no había tomado desayuno salvo los dos cafés al paso, decidí asegurarme, probando un sanguchito de cada tipo. Estaban deliciosos, así que repetí. Al morder la segunda butifarra, sentí una cosa dura, rocosa, intragable. Protesté:
–Estas butifarras traen piedritas –le dije a Silvia, mi esposa.
–Quizá son manís –dijo ella.
Escupí y no eran piedras ni manís, se me había salido un diente. Lo encontré confundido entre los jamones, las cebollas, la lechuga y el pan untado de mayonesa. Era un diente completo, el canino o colmillo superior izquierdo. No me dolió, no sangré, pero quedó un hueco en la dentadura.
–A ver, sonríe –me dijo Silvia.
Sonreí y soltó una carcajada. Fui al baño, me miré en el espejo y entendí por qué se reía. Parecía un panelista desdentado de ciertos programas de televisión: señorita, señorita, yo la conocí en una pollada, entonces tenía dientes, ahora me van quedando pocos, el seguro no me cubre la dentadura postiza.
–Me voy al dentista –anuncié, resueltamente.
–No tienes cita, no te va a atender –me advirtió Silvia.
–Soy Jaime Baylys, vivo hace veinte años en esta isla, algún dentista encontraré –dije, dándome aires.
–No puedes irte ahorita, tienes que estar para recibir a los invitados –dijo Silvia.
–Voy y vengo, no me demoro más de media hora –prometí.
–Sí, claro.–dijo mi esposa, contrariada– Mira que si no estás acá cuando cantemos happy birthday y rompamos la piñata, vas a quedar pésimo, Zoe te va a extrañar.
–Tranquila, voy y vengo, lo hago en un toque.
Fui al consultorio de mi dentista oficial. Estaba cerrado, era un viernes a media tarde. Lo llamé, no contestó, no quise dejar mensaje. Enseguida fui al consultorio del dentista peruano. Solía atenderme, pero lo dejé porque era muy caro. No estaba, se había ido al tenis. Estaba su enfermera, una señora muy atenta. Le expliqué el problema:
–Se me ha caído un diente. Acá lo tengo en el bolsillo. Necesito que me lo pegue de nuevo. Es el santo de mi hija. No puedo salir en las fotos con el diente roto. Sería un bajón. Van a creer que soy el abuelito, no el papá.
–Pero el doctor no está –dijo ella.
–Yo sé, hágalo usted, colóquelo como sea y le pagaré bien.
No le di opción a negarse. Pasé, me eché en la camilla, le alcancé el diente roto y me dijo que haría todo lo posible para ponerlo en el lugar correcto. No demoró más de media hora. Limpió, aplicó un cemento pegajoso, refinó el contorno del diente siniestrado y, con la debida delicadeza, lo metió en la hendidura de la cual se había desprendido.
–Procure no comer nada muy duro –me pidió-. Con esto aguantará hasta el lunes. Ya el lunes lo atiende el doctor, esta solución es temporal.
Pagué, salí corriendo, volví con premura a la casa. Al llegar, noté que dos señoritas estaban cambiándose dentro de un carro. No quise fisgonear, pero algo miré.
–¿Vienen a la fiesta? –pregunté.
–Sí, somos las princesas Elsa y Ana, de Frozen –me dijeron, con claro acento venezolano.
–Están muy lindas –les dije, y entré corriendo a mostrarle a Silvia mi proeza: mira, mi amor, me quedó perfecto el diente roto, ya puedo sonreír en las fotos, no quería aparecer en las fotos con la sonrisa mezquina, sin abrir la boca, porque ya me has explicado que en estos tiempos el que sonríe sin abrir la boca parece estreñido o deprimido o preocupado, lo que se lleva ahora es abrir la boca como si fueras a comerte un banano o una poronga doblada.
Poco después me encontraba tomando champán rosado, una copa tras otra, y comiendo sanguchitos, uno tras otro, y hablando de política con las señoras, casi todas venezolanas, y con las nanas, también casi todas venezolanas. Estaba tan absorto en la cháchara política bien irrigada de champaña que me olvidé por completo del diente roto. Silvia me dijo que había que pagarles a Elsa y Ana. Cobraron en efectivo, sin factura ni recibo: las princesas no tenían permiso para trabajar, eran princesas ilegales, muy a tono con los tiempos. Pero cantaban bien, y en inglés, y bailaban bonito, y eran muy profesionales animando la fiesta, aunque algunas señoras las veían con recelo y decían, esquinadas:
–En la película Elsa y Ana no son tan putas.
Estaban muy bien las princesas, tanto que mi esposa y yo consideramos contratarlas para otro tipo de evento.
Luego, como manda la tradición, la animadora anunció que romperíamos la piñata. Los venezolanos, clara mayoría, cantaron una canción muy divertida, arengando a los niños a romperla (dale, dale, dale a la piñata, túmbala pal suelo, queremos caramelos). Niñas y niños se pusieron en fila y se turnaron en golpear la piñata. Nadie la rompió. Por lo visto, era resistente y la golpeaban con una varita mágica de plástico que no parecía suficientemente dura ni afilada para agujerear la figura ventruda, cargada de dulces, de la princesa colgante. Entré a la casa, subí a mi cuarto y bajé con un bate de béisbol.
-Con esto será más fácil –anuncié.
Las niñas tenían dificultades en atinarle a la princesa de papel, los niños pegaban con más violencia, pero la piñata se movía, oscilaba, y muchos de los golpes eran fallidos, daban en el aire, porque los niños tenían los ojos vendados. Por eso mi esposa me dijo:
–Tú agarra la piñata para que no se mueva tanto; si no, vamos a estar una hora acá y nadie la va a romper.
Tratando de ser útil, o no completamente inútil, sostuve la piñata con las dos manos y la mantuve quieta, mientras le pegaban. Hasta que llegó un niño mexicano, más alto y avispado que los demás, y le aventó un tremendo golpe a la piñata, pero no le dio al papelote, me dio un batazo en plena cara de merluzo. Todo el mundo se rio, especialmente los niños y las nanas y mi esposa. Y el niño ni se preocupó por mí, pues dio otro golpe, esta vez acertó y rompió el colgajo, dejando caer una lluvia de golosinas en medio de los niños que se apretujaban por recogerlas. Me toqué la cara, no estaba sangrando, pero algo estaba mal en mi boca, en la dentadura, algo se había zafado, descoyuntado, roto. Pasé la lengua reconociendo los daños y noté que había un par de orificios nuevos.
–Mamá, mamá, ¡un diente, un diente! –gritó una niña argentina, mostrando, entre chupetines y chocolates, uno de mis dientes rotos, confundidos entre las golosinas.
–¡Yo encontré otro diente! –gritó, eufórica, una niña venezolana.
–¡Es que la piñata viene con dientes! –trató de salvar el bochorno mi esposa-. Por cada diente que encuentren, ¡reciben un premio!
Se me habían caído dos dientes, ambos por suerte fueron rescatados por los niños y me fueron devueltos. Uno era el que me habían pegado con cemento provisional; el otro, el primer premolar contiguo al canino. Menudo hueco me había quedado en la dentadura.
Después cantamos cumpleaños feliz. Yo procuraba no sonreír para ocultar la sonrisa desdentada. Tenía a mi hija en brazos y la concurrencia, muy animada, nos pidió que soplásemos la torta, y mi hija sopló, pero no apagó las velas, y yo soplé luego y, como tenía un tremendo agujero en la dentadura, salió un soplido que más pareció silbido. Silvia tuvo que soplar con todos sus dientes para apagar la vela.
Una de las señoras, al despedirse, me preguntó:
–Ustedes, los peruanos, ¿siempre ponen dientes en la piñata?
Jaime Bayly
http://goo.gl/jeHNR
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