Hace unas semanas mi hermana pasó por la ciudad (viene varias veces al año, es infatigable, siempre tiene cosas por comprar), le presté una camioneta para que no tuviese que alquilar un carro y me la devolvió chocada. Dijo que se había quedado dormida manejando por una avenida de tres carriles a las ocho de la mañana. Sospeché (pero no se lo dije) que no se había quedado dormida, sino que había chocado mientras miraba alguna pantallita de éter (un celular, una tableta), quizá escribiendo un mensaje de texto. Por suerte, a ella y su acompañante no les pasó nada, salvo el susto de darle un tortazo al auto de adelante. La compañía de seguros se negó a cubrir la reparación, alegando que mi hermana no estaba autorizada para conducir ese vehículo. Los seguros suelen ser así: puntuales para cobrarte, impuntuales para pagarte. No dije nada, resté importancia al percance, mandé la camioneta al taller y pagué lo que había que pagar para que las huellas de la colisión fueran borradas (de la camioneta, no de mi memoria). En su siguiente visita, mi hermana no me pidió la camioneta, yo no se la ofrecí y ella alquiló una camioneta de alto lujo, mucho mejor que la mía, y de todos modos vino a visitarnos con regalos, y yo me sentí mezquino por no prestarle lo que antes le prestaba. Ella no hizo alusión al tema, yo tampoco.
Hace unas semanas una de mis hijas (alta, guapa, risueña, espléndida) vino a la ciudad a pasar parte de sus vacaciones de verano, trabajando en una compañía de seguros, precisamente. No le ofrecí que se quedara en mi casa porque ella y su hermana no han venido a esta casa, prefieren no hacerlo, no quieren conocer a mi esposa y mi hija menor, y yo respeto (aunque lamento) que insistan en mantener esa distancia. Se quedó en casa de sus tíos por parte de la familia de su madre, una mansión frente al campo de golf, una casa de revista al lado de la cual mi casita en la isla es un chalé mesocrático venido a menos. Sin embargo, ya su madre me lo había advertido, me pidió un carro prestado por el mes que pasaría en la ciudad. No quise prestarle la camioneta que mi hermana había chocado, decidí prestarle un carro pequeño, deportivo, cuatro puertas, color azul, mi favorito entre los que tenemos en la casa. Nos encontramos en un café de la isla, le dejé el carro azul, me trajo manejando y me dejó a una cuadra de mi casa, no quiso acercarse más a la casa del pecado que ella prefería no conocer, asomarse siquiera a la fachada. Le pregunté si quería pasar a conocer a su hermana menor, me dijo que no le parecía una buena idea, nos dimos un beso y le deseé suerte. Luego no nos vimos porque ella trabajaba mucho y los viernes a la noche tomaba un avión para reunirse en otra ciudad con sus amigas.
Entretanto pasó por la ciudad mi ex esposa, a la que no veía hacía cinco años, con la que tuve una pelea feroz cuando me enamoré de la mujer que es ahora mi esposa, y, para mi sorpresa, me escribió diciendo que quería conocer a mi hija pequeña y mi esposa, pero, precisó, no quería venir a la casa (a tanto no llegaba su entusiasmo), solo quería verlas un momento, brevemente, en el parque de la isla, de modo que nos citó a presentarnos al parque un sábado a mediodía, para que ella pudiera hacer una inspección general y verificar que todos estábamos bien, razonablemente bien, mejor en todo caso de lo que pensó que estaríamos hace cinco años, cuando le anuncié que mi entonces novia y yo íbamos a tener una hija y por eso nos veníamos a vivir a este país. Sorprendentemente, mi esposa me dijo con valor que estaba dispuesta a ir al parque conmigo y nuestra hija, pero yo lo pensé y dije que no me provocaba, me ponía tenso, no me daba la gana de avenirme tan dócilmente, como un corderito, a lo que mandaba mi ex esposa. Alegué que a mi hija pequeña no le convenía conocer a mi ex esposa y dije que no confiaba en ella y me temía que si nos reuníamos brevemente en el parque, luego ella diría cosas ponzoñosas de nosotros. Aborté el plan, le dije a mi ex esposa que no era una buena idea reunirnos en el parque con un aire casi clandestino, como se reunía ella con mi madre en ciertos parques de la ciudad lejana del polvo y la niebla para sacarle dinero y comprarse una casa, y hasta allí llegó su intento por romper el hielo. Una vez más, comprobé que no puedo ser amigo de una ex o un ex: cuando terminamos, es el fin del mundo, y pasamos a ser enemigos irreconciliables y no hay manera de que me convenzan para salir en la foto tan contento, como si nada hubiera pasado. Creo que a mi ex esposa no le conviene verme, a mí no me conviene verla, a mi hija menor no le conviene conocerla y a mi actual esposa le conviene, ciertamente, mantenerse alejada de ella, porque es capaz de hacerle conjuros de brujería para perjudicarla.
Hace pocos días, mi hija, que seguía en la ciudad y estaba a punto de partir a otro continente, donde pasaría un mes de su verano itinerante, me escribió diciendo que tenía que devolverme el carro prestado, porque ya se iba. Quedamos en el mismo café de la isla donde la había visto por última vez. Me pidió que fuese a una hora temprana (mediodía), le rogué que nos encontrásemos a las dos de la tarde, aceptó. Ese día puse la alarma a la una y media, salté de la cama, vi mis correos y mi hija me decía que había chocado. No era nada serio, un jardinero en una camioneta grande la había chocado, por suerte a ella no le había pasado nada. Nos encontramos en el café, me dio gusto verla comer con tanta pasión, me contó sus planes en esa ciudad tan remota, en otro continente, a la que llegaría en dos vuelos, que, sumados, durarían casi veinte horas, y luego me dijo que sus amigas estaban esperándola en un yate, así que subimos a mi auto, sin ver todavía los daños en el carro azul que ella dejó estacionado frente al café, y la llevé adonde la esperaban sus amigas para salir a navegar, y me pareció sentir que ella prefería que sus amigas no me viesen, no viesen mi carro normal, simple, austero, nada lujoso, porque sus amigas eran todas de familias muy ricas y quizá podían burlarse de que yo no fuera tan rico como ellas. Nos despedimos con cariño, le deseé suerte, quedamos en vernos más adelante: dónde, eso nunca estaba claro. Luego volví al café, miré el carro azul y estaba abollado en un costado, pero no era tan grave, era un choque bastante menos aparatoso que el que sufrió mi hermana. Me dio pena porque le tenía un cariño particular al carro azul (me recordaba a uno que usaba en Buenos Aires), pero, por otra parte, me dije que si a mi hija no le había pasado nada, teníamos suerte, pues la lata podía arreglarse. Por supuesto, el seguro no ha querido pagar nada, porque alegan que mi hija no estaba autorizada para manejar: lo de siempre.
Todas las noches manejo casi una hora para llegar al canal de la televisión. He aprendido a ser un conductor extremadamente prudente, cauteloso. Hace tiempo que no me detiene la policía ni me multa por exceso de velocidad. Recuerdo constantemente que no debo chocar, que cada noche que vuelvo a casa sin chocar es un éxito, una victoria discreta. Ir por la vida sin chocar es todo un arte. Mucha gente va chocando y chocando y nunca aprende a no chocar. Chocan con personas, con autos, con trabajos, con asuntos de dinero, y de cada colisión salen menoscabados, rebajados, peor de lo que ya estaban. No es fácil no chocar: hay que ir despacio, por la sombra, midiendo el peligro, conociendo tus limitaciones, evitando meterte en líos. Sin embargo, y esto no puedo evitarlo, cada libro que publico termina siendo un choque estrepitoso que deja muertos y heridos en el camino. Son, me digo, choques ineludibles, necesarios.
Jaime Bayly
http://goo.gl/jeHNR
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