Tienes que bajar de peso, estás gordísimo –me dijo Silvia, mi esposa, cuando me vio en ropa de baño.
Era cierto, estaba pesando cien kilos y debía pesar no más de ochenta y cinco, tenía que bajar esos quince kilos de pura grasa, resultado de la buena vida sedentaria y todas las bolitas de nueces y chocolate que comía pasada la medianoche, cuando me atacaba la ansiedad y un hambre malsana me llevaba clandestinamente a la cocina.
– Te prometo que hoy comienzo una dieta estricta –le dije.
Pero Silvia no me creyó, me conocía bien, sabía que mis dietas nunca funcionaban, y por eso, sin decirme nada, tiró a la basura los chocolates, los helados de lúcuma, las bolitas de nueces, los mazapanes, las galletas pícaras y morochas traídas desde Lima, todo el dulce que me tentaba de noche, cuando ella dormía y no podía vigilar que no bajara a la cocina en mis incursiones kamikazes. Pasó una noche, pasaron dos, pasaron tres, y me resigné a comer pasas y ciruelas cuando me venía el hambre maluca de madrugada, pero al cuarto día, pesando todavía lo mismo, sin haber bajado tan siquiera un kilo, le dije a mi esposa que tenía que ir al banco, y me dirigí en cambio a la dulcería, compré cien bolitas de nueces y chocolate y, al llegar a casa, furtiva y sigilosamente, sin que ella me viera, metí la caja con ese tesoro azucarado debajo de mi cama.
– Estoy muy orgullosa de ti –me dijo mi esposa esa noche, antes de quedarse dormida–. Ya vas para el cuarto día sin comer dulces.
– No sabes cómo estoy sufriendo –me quejé, tan aficionado yo al melodrama.
Y cuando ella se durmió, bajé de la cama, me eché en la alfombra, deslicé un brazo inquieto y fui sacando, una a una, jurándome que cada una sería la última, bolitas de nueces y chocolate que se disolvían en mi boca. Comí diez o doce, Silvia no me vio, subí a la cama y dormí como un bendito. Pero, al día siguiente, cuando mi esposa me pesó, no solo no había bajado ni medio kilo, sino que pesaba uno más.
– Tienes que salir a correr –me dijo–. Si no sudas, no bajarás de peso.
– Pero ya estoy haciendo una dieta severísima y no estoy comiendo nada de dulce –protesté, porque llevaba meses, tal vez años, sin correr y temía que si lo intentaba colapsaría en una vereda como un perro sin dueño.
– No basta con eso –dijo Silvia, que se había vuelto una obsesa de la nutrición, los jugos verdes, las comidas orgánicas, las dietas ultramodernas–. Tienes que correr mínimo media hora.
– No creo que pueda, ya tengo cincuenta años –le advertí.
– Entonces yo te acompañaré –se ofreció ella, generosamente.
– No, no, no hace falta, prefiero correr solo –le dije, porque tenía un plan para despistarla.
Después del programa, ya tarde, al filo de la medianoche, Silvia me obligó a ponerme ropa deportiva y zapatillas y me despidió con un beso cargado de buenos augurios. Como tenía un plan, saqué una botella de agua y salí corriendo. Pero troté apenas media cuadra y, cuando ya me encontraba lejos de la casa, sin que ella pudiera verme, empecé a caminar lenta, morosamente, hasta llegar a una banca cercana, en la que me eché y me puse a ver el cielo despejado, la luna llena, las estrellas, mientras pensaba en títulos para mi novela. Cuando se cumplió una hora, me puse de pie, me bañé de agua la cabeza y el pecho, corrí una cuadra de regreso a casa y, apenas Silvia me vio, aceleré la respiración, agitándome, casi jadeando, y le dije:
– Mira cómo estoy sudando, huelo a chivo mal, he corrido como una bestia.
– Estoy orgullosísima de ti –me dijo.
– Pensé que iba a desmayarme –le dije, y subí deprisa, me encerré en el baño y me di una larga ducha en agua caliente.
A la noche me jacté de no haber comido un solo dulce minúsculo, nada de nada, y mi esposa me premió con besos y abrazos y, apenas se quedó dormida, me descolgué de la cama, me tendí en la alfombra, repté cuidadosamente y, como un lagarto, un caimán hambriento, fui sacando más y más bolitas de chocolate y nueces hasta saciarme y volver a la cama y dormir soñando con ángeles, querubines y el dinero de mi madre.
Así fueron pasando los días y las noches, simulando salir a correr, descansando en la misma banca, fingiendo estar a dieta, tragando dulces cuando Silvia dormía, y todo estaba bien, salvo que, cuando me pesaba, conminado por ella, de pronto veíamos que había subido un kilo, dos kilos.
– Esta balanza de mierda está malograda –me quejé amargamente–. Hay que tirarla. Ya basta de pesarme. Tenemos que ser pacientes y quizá en un mes empiece a perder peso.
– Hay algo que estamos haciendo mal –se dijo Silvia, pensativa–. Tienes que tomar más agua, quizá estás reteniendo líquidos.
– Sí, sí, debe de ser que mis quince kilos de sobrepeso son pura agua –dije.
– Es raro, porque regresas de correr tan sudoroso, se supone que deberías estar botando el agua –dijo, sin entender qué pasaba conmigo.
– Yo creo que estoy mal de la tiroides –dije, haciéndome la víctima–. Debe de ser un problema glandular, hormonal.
Silvia me miró, pícara, y dijo:
– ¿Será por eso que tienes los huevos tan hinchados?
Nos reímos. Esa noche salí a correr, me eché en la banca, me mojé con agua y regresé con la respiración acelerada, entrecortada, como si hubiera corrido una maratón de cuarenta kilómetros. Me había convertido en un simulador, un gran histrión, y Silvia ni sospechaba que tanto la dieta como el ejercicio eran puro cuento, puro humo.
Hasta que una noche regresé de la televisión y ella me esperaba con cara de pocos amigos.
– Eres un mentiroso de lo peor –me dijo.
– ¿Por qué me dices eso, mi amor? –pregunté, manso como un corderito.
Me miró con ojos encendidos, flamígeros:
– Estaba haciendo la limpieza en tu cuarto y hay una fila de hormigas que se meten debajo de la cama.
La concha de la lora, pensé, malditas hormigas delatoras.
Subimos al cuarto, me enseñó la hilera de hormigas laboriosas, puse cara de perplejidad, y dije:
– Será que han hecho su casa debajo de la cama.
– No te hagas el huevón –me dijo ella.
Luego se agachó y sacó la caja con las pocas bolitas de nueces y chocolate que quedaban.
– ¡Quién carajo ha dejado eso ahí! –protesté, a gritos, furioso.
– ¡No te hagas el inocente! –gritó Silvia, indignada.
– Debe de ser de Eliana, ¡yo no he puesto esos dulces allí! –dije, cobardemente, culpando a la pobre nana colombiana, que, como yo, flaca precisamente no estaba.
– Estas bolitas no son de Eliana, ¡son tuyas! –me espetó Silvia.
– ¡Falso! –me desgañité–. ¡Falso de toda falsedad! ¡O son de Eliana o las hormigas chucha secas del orto las han traído cargadas hasta acá!
Silvia me miró con menos rabia que pena y dijo, para sí misma:
– Si serás huevón…
Furioso, la emprendí contra las hormigas, pisándolas sin compasión, pero mi esposa las defendió, empujándome y llevándose la caja con las bolitas.
– ¿Adónde te las llevas? –pregunté, desesperado–. ¡No se te ocurra tirarlas a la basura!
Silvia se marchó deprisa, yo bajé las escaleras detrás de ella, le arrebaté la caja y salí a la calle corriendo como un demente, mientras me empujaba una bolita tras otra, delicada operación, la de tragar y correr a la vez, que podía costarme la vida. – ¡Ven acá, gordo huevón! ¡Deja de comer como un chancho! –me gritó Silvia, corriendo detrás de mí.
Pero yo corría más rápido que ella, tal vez acicateando por ese envión de azúcar a la vena, y apenas terminé de comerme todas las bolitas, me tiré en el pasto, al lado de la pista, jadeando, y cuando llegó mi esposa le dije:
–Creo que me va a dar un infarto.
–Eres un gordo pelotudo –me dijo ella, riéndose, y se echó a mi lado a ver las estrellas.
Sentí que la amaba.
Jaime Bayly
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