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Opinión

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La coalición antifujimorista ha vuelto al ruedo. Bajo el liderazgo de Mario Vargas Llosa, el mensaje es sencillo: lucharán frontalmente contra lo que consideran una organización criminal, más que un partido político, dirigida a excarcelar a Alberto Fujimori y volver a las andanzas. Otros miembros, en la misma línea, señalan que el fujimorismo no ha cambiado: siguen los personajes de siempre bajo las mismas creencias y prácticas. El fujimorismo, por supuesto, ha devuelto el fuego. Politics as usual.

Sin entrar a discutir las formas, la cuestión de fondo es si, en efecto, el objeto final del fujimorismo es la excarcelación de Alberto Fujimori, si serán capaces de gobernar respetando nuestro sistema institucional o si, como en los noventa, no tendrán empacho en torcerlo cuando lo consideren necesario.

Muchos creímos en la promesa de Keiko Fujimori en la segunda vuelta de 2011: si llegaba al poder, no excarcelaría a su padre. Hoy es difícil creer que no lo hubiera hecho; el discurso fujimorista de los últimos años giró alrededor del indulto. No hay forma de saber qué habría hecho Keiko Fujimori de llegar al poder; lo único que podemos hacer es analizar su comportamiento posterior a la promesa. A la luz de ello, hoy creo que sí lo habría hecho, y que sus correligionarios lo habrían considerado correcto y justo.

Y allí es donde la coalición pone el dedo en la llaga: no se trata de si es justo o no, sino de si el fujimorismo es capaz de gobernar respetando las instituciones. Keiko Fujimori lidera –con 31%– la intención de voto presidencial del 2016, imagino que ello explica en parte la agresividad de estos días. Pero el fujimorismo debería demostrar si respetará ese fallo judicial –le guste o no– y si apostará por mejorar nuestra precariedad institucional o si la aprovechará en su práctica política.

El fujimorismo tiene la segunda vuelta del 2016 casi asegurada. Pero para llegar al poder requerirá otro 20% de conversos. Para ellos es importante escuchar una respuesta clara y honesta al respecto.


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