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Opinión

Jaime Bayly,Un hombre en la luna
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Después de pasar una semana en Disneyworld, Orlando, con mi familia, he bajado cuatro kilos de tanto caminar siguiendo a la nana de nuestra hija, una mujer infatigable y voluntariosa llamada María, que iba muy deprisa empujando el cochecito de nuestra hija Zoe, y bastante más atrás venía Silvia, sofocada por el calor y sin la determinación guerrera de María, y mucho más rezagado, casi sin poder ver a María, venía yo caminando, aunque no creo que a ese andar errático, zigzagueante, dopado, pueda decírsele caminar. Pero he bajado cuatro kilos, o sea que, aunque sinuosamente, morosamente, he caminado más que lo que habitualmente camino en Miami, que es nada, porque aquí caminas de tu casa al auto y de tu auto a la casa, y te acostumbras a una vida sedentaria que te hace más gordo.

Mentiría si dijera que han sido días fáciles en Disneyworld. Para mí, han resultado extremadamente arduos porque ninguno de los juegos de Magic Kingdom me hace feliz y porque estar hacinado y entreverado entre tanta gente me idiotiza, me aturde, me descorazona profundamente sobre la especie humana. Pero no me quejo. Tengo suerte. Nos dieron dos suites espléndidas, de las mejores del Grand Floridian, donde ya me conocen (la televisión tiene esas ventajas), y en una dormían Silvia y Zoe y en el otro cuarto de esa suite la nana María, que no le aguanta pulgas a nadie. Una suite lindísima, como para quedarse un mes escribiendo una novela sobre la gente que quiere ser feliz y, en ese empeño, en esa persistencia vana, en esa pretensión pueril, resulta siendo más infeliz (y más pobre).

Reconozco que fui egoísta, un canalla, cuando les dije que no contaran conmigo en las mañanas, que hicieran sus planes hasta la una de la tarde, que fueran a jugar lo que quisieran, y que a la una volvieran para que Zoe durmiera su siesta, que es de rigor religioso, aunque no ha sido bautizada ni, en lo que a mí respecta, lo será. No fue generoso por mi parte decirles qué lindo, estamos en Disney, sean muy felices hasta las tres de la tarde y a esa hora yo me aparezco planchadito, fino, finito, ecualizado, afinado, gracias a dos pastillas, valcote y seroquel, que me ha recetado un gran neurocirujano peruano, que dice que soy bipolar como Alan, pero que la bipolaridad de Alan es más extrema que la mía. Esos dos nuevos medicamentos, que me han hecho prescindir de todos los otros, que ya no cumplían el efecto deseado, porque con los años el cuerpo los va asimilando, me han permitido dormir en Disney como hace años no dormía. No leía periódicos, no encendía la tele, a las once de la noche tomaba los dos medicamentos para caballo viejo y dormía diez, doce horas, una grosería. Y era gloriosamente feliz porque mi suite victoriana era muy lujosa, muy amplia, y me daba la sensación de haber encontrado una clínica de desintoxicación en Disney, nada menos, quién lo diría.

Lo malo es que a las tres de la tarde, cuando por fin me aparecía tan risueño, María me miraba con cierta aspereza, como diciéndome usted trae a su hija a Disney para estar drogado como un piojo, no me lo decía, pero me reñía con su mirada, y Silvia, un amor, me ayudaba a caminar porque veía que me tropezaba, se me caían las cosas, era un cero a la izquierda. Pero aun así, muy sedado, tomábamos el tren y bajábamos en Magic y seguíamos a Zoe, a los juegos que más le gustaban a Zoe, a saber: Dumbo, La Sirenita, Es un Mundo Pequeño, El Camello que Escupe Agua y Las Tacitas Giratorias, aunque estas últimas le daban un poco de miedo.

A las cinco de la tarde yo pedía tregua. No daba más. Dos horas caminando, jugando, exagerando la felicidad, me dejaban extenuado. Y toda esa gente, ese ejército feliz, esa tropa de eufóricos, ¿de dónde sale, qué busca, adónde va? ¿Por qué se apuran, se atropellan, se empujan en las filas, se suben a los juegos tontos como si fueran a cambiarles las vidas? Estamos jodidos: con padres así, ¿qué carajo podemos esperar de sus hijos? Porque hay que ver el éxtasis con el que gritaban estos pánfilos en los juegos, los disfrutaban mucho más que sus hijos, que a veces eran bebés tan pequeños que no entendían un carajo y vomitaban.

María, belicosa y decepcionada de mí, pedía quedarnos hasta los fuegos artificiales, pero yo no podía esperar dos horas más para ver unos fuegos que podíamos ver perfectamente desde las suites. Yo me plantaba como un camello en el desierto y decía me vuelvo al hotel, no doy más, estoy rendido. Pero si ha dormido hasta las tres de la tarde, me recriminaba María, comprensiblemente. Pues sí, pero cuando duermes más, te cansas más y tu cuerpo está tan sosegado que quieres echarte una pestañita, Mari. Volvíamos al hotel en un botecito, y entonces yo me despedía de mi hija, la dejaba en el buen cuidado de su nana, y le decía a Silvia para ir al spa. Qué placer. A mí no me den el carrusel, la tacita, Dumbo o la Sirenita, a mí llévenme al spa un par de horas. Me hacía mis sesiones de cámara de vapor, muy saludables para limpiar los pulmones, y luego nos dábamos masajes con unos boricuas afectados pero correctos y profesionales que, sin embargo, a mi expreso pedido, me masajeaban las nalgas sin inhibiciones. Eso es Disney para mí: dormir doce horas, ir al spa, darse unos masajes de muy tácito o sutil contenido erótico y evitar el gentío espantoso, espeluznante, escalofriante.

Por supuesto me negué con firmeza a ir a otros parques, al de los animales, que detesto, y al de la tecnología, que abomino, e impuse como regla despótica y arbitraria que solo iríamos a Magic, siendo que Zoe es tan pequeña. Pero Silvia, que es listísima, que siempre está tres pasos delante de mí, averiguó que había dos shows de Frozen en Hollywood Studios, y, por supuesto, fuimos a ambos y fue un momento de suprema felicidad ver cantar a Zoe y Silvia esa canción de Elsa y Ana como si la vida se les fuera en ese drama musical.

Tan drogado y borrachoso no puedo estar porque a la ida y a la vuelta manejé correctamente y no tuvimos incidente alguno. Al llegar a la casa, me dio la impresión de que María estaba contrariada y harta de mí, de nosotros: era comprensible. Se fue a su apartamento a descansar y su angelical hermana Hilda, que fue monja en Colombia e irradia un aire beatífico, más tranquilo y apacible, le dio la bienvenida a Zoe.

Diría que, en general, el viaje fue todo un gran éxito, al menos desde mi egoísta punto de vista, salvo que la última noche quise hacer el amor con Silvia para celebrar esa semana tan contenta. Me tomé un viagra y el ínfimo colgajo no se soliviantó ni amotinó, y continuó adormilado, quizá puesto a dormir por el valcote y el seroquel, no lo sé. Fue un fracaso, una derrota personal, pero Silvia es una campeona y se ríe de todo y, por supuesto, no esperaba, con lo drogado que estaba, que mi pequeña aceituna ajada reaccionara en modo alguno.


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