Cada día mueren 12 peruanos como consecuencia de los accidentes de tránsito, una cifra similar a la de las muertes que provocó Sendero Luminoso durante los años del terrorismo. Sin embargo, por alguna razón inexplicable, este desangramiento cotidiano parece espantarnos y preocuparnos mucho menos. Además de las pérdidas humanas, imposibles de cuantificar en dinero, cada año se pierden 3 mil millones de dólares como consecuencia de esos siniestros en las carreteras.
La Policía informa que son la imprudencia del chofer y el exceso de velocidad las causas principales de esta situación, pero, tratándose como se trata de un tema de seguridad interna, no parece tener un plan –disponible y aplicable– para impedir que esa situación se repita cada día. No existe tampoco un Sistema Nacional de Emergencias que permita la atención inmediata y eficaz de las personas afectadas. Si un accidente de carretera como el ocurrido el lunes último en Huarmey, por grave que haya sido, ocasionó el colapso de los hospitales de la zona, da escalofríos pensar lo que ocurriría en caso de un terremoto.
El tema es crucial porque cualquier protocolo de seguridad incorpora lo que se conoce como “la hora de oro”, es decir, el lapso de tiempo que transcurre desde el momento del siniestro hasta los sesenta minutos posteriores. En ese intervalo, una atención médica permite salvar un gran número de vidas: lo que ocurra en esa primera hora puede significar la diferencia entre la vida y la muerte. El ministro de Salud, Aníbal Velásquez, decretó “alerta roja” a las 8 de la mañana del lunes, cuatro horas después de ocurrido el accidente.
La responsabilidad policial en este estado de cosas es más que evidente, por ausencia de control de los vehículos de transporte interprovincial, pero el gobierno en su conjunto le debe al país algo más que una frase como “Cambiemos de actitud”. Hay que acabar con la informalidad en el transporte. Ahora.
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