En su libro “Las raíces del mal”, John Kekes se pregunta por los orígenes de lo que él denomina “el más serio de nuestros problemas morales”.
Aunque el filósofo utiliza diversos ejemplos para graficar su original punto de vista (desde la cruzada contra los albigenses hasta las atrocidades de la dictadura argentina), su relectura puede resultar especialmente útil para analizar lo que viene ocurriendo en el Perú de hoy.
Dice, por ejemplo, que la ambición en sí misma no es buena ni mala: “Es natural que la gente quiera que le vaya bien en la vida, que desee ascender en el mundo para disfrutar de las recompensas del dinero, la posición social y el reconocimiento (…). La ambición, por tanto, no es intrínsecamente mala, pero es intrínsecamente peligroso ser gobernado por ella”.
Por desgracia para nosotros, las últimas revelaciones sobre adquisiciones realizadas de manera extraña –para no decir engañosa– por la señora Nadine Heredia, y las explicaciones inverosímiles de sus defensores, demuestran –independientemente de si constituyen delito– que estamos peligrosamente gobernados por la ambición.
No se trata de un hecho aislado. Asistimos a una generalizada tendencia a confundir lo personal con lo político y, por lo tanto, a no distinguir entre lo privado y lo público, sobre todo si se trata de bienes materiales y recursos monetarios.
La tolerancia ciudadana ante estos hechos, tradicionalmente laxa, está llegando a su límite, como lo demuestra la última enctuesta de GfK o, de manera aún más clara, las manifestaciones de indignación que expresan los peruanos a través de los medios de comunicación.
Las oportunidades de un desastre social surgen –para culminar con una cita de Kekes– “de la combinación de un profundo resentimiento general, nacido de la carga que el pueblo debe soportar, un gobierno debilitado o sin poder y la falta de perspectivas de una mejora rápida e importante”.
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