Los pleitos entre periodistas no son novedad. Los hay históricos como los de Fernando Ampuero vs. César Hildebrandt. Aldo Mariátegui y Augusto Álvarez Rodrich más de una vez han intercambiado ácidos comentarios. Rosa María Palacios y Rosana Cueva acaban de tener marcadas (y nada amables) diferencias.
Que los periodistas de un país no sean una cofradía de gente que piensa igual es saludable. Que dentro de un mismo medio convivan periodistas que tienen perspectivas distintas es aún mejor. Así, el público puede acceder a variados argumentos y evaluar qué postura asume. Contra lo que muchos creen, las cosas no siempre son blancas o negras, y sobre un mismo hecho caben distintas valoraciones e interpretaciones. Por ejemplo, ¿son relevantes como información periodística las supuestas agendas de Nadine? Hay quienes consideran que sí y también hay los que consideran que todo se trata de un montaje.
Discusión parecida ocurrió cuando aparecieron los ‘petroaudios’. Lo que resulta inaceptable es que, en este intercambio de opiniones, en estas distintas posturas, exista siempre la sospecha de que el otro está comprado, es un bruto redomado o está sometido a intereses subalternos.
El asunto se agrava cuando en el pleito se mete el gobierno: Humala descalifica a los periodistas de los medios que lo critican. Ha cambiado la denominación de medios de comunicación por el de empresas privadas de información. ¿Qué está tratando de decir?
¿Por qué insistir todos los días en que la prensa que no les es favorable está comprada? La verdad es que nunca había visto que ser crítico del gobierno convirtiera al periodista en un vendido.
Nunca antes había asistido al extraño fenómeno de que intentar fiscalizar al poder de turno fuera un acto deshonesto. Aparentemente, el presidente Humala y su esposa sueñan con una prensa como la de los 90: en su mayoría sumisa, monocorde, corrupta.
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